Era un día de reciente verano, viento sur, nubarrones parduzcos, calor pegajoso.
Ibamos tarde, como siempre. Que si uno se retrasa, que si al otro hay que llamarlo
porque se ha quedado dormido, que si “hoy le toca a otro cargar con el puto muerto
del ampli de bajos”. Volvió a salir, cómo no, el tema de los “pluses”. Txus, que
solía llegar puntual y se había cargado con el marrón de conducir la furgoneta, consideraba, y con razón, que debía establecerse una prima para la carga y descarga, de manera que no les tocara siempre a los mismos llevar los trastos al furgón y sobre
todo devolverlos al local de madrugada, cuando el cansancio triplicaba su peso.
Era un tema delicado. En los primeros emocionados bolos todos íbamos y volvíamos
juntos, era la novedad, la taquicardia de la ida y el excitante repaso de “susedidos”
a la vuelta. Pero con el paso del tiempo empezaron a aparecer los coches y la
posibilidad de alargar la noche. Tener que volver a la furgoneta y ejercer de porteador cuando estás relamiéndote en la gloria y disfrutando de unas fiestas es casi heroico.
Empezaron así a establecerse peligrosas rutinas. Unos “zaramas” pringaban
más que otros y el reparto de beneficios, si los había, era igualitario. Aquella delicada cuestión se zanjó satisfactoriamente unas semanas mas tarde: quien cargaba
y descargaba, más billetes se llevaba, así se evitaron los agravios comparativos.
Pero en aquellos días el problema estaba “al pil pil”. Un grupo de rock, como un
matrimonio o cualquier otra asociación, ha de evitar los abusos, de lo contrario la
unidad se resiente y se instala el mal rollo. Quizás una hamburguesería pueda funcionar con un alto margen de mal rollo, un grupo de rock no, no al menos si quieres que sea divertido y por tanto que siga transmitiendo simpatía.
Aquel día, por ejemplo, salimos tarde y con caras largas, dos lastres añadidos a
los nervios habituales pre-actuación. Tocábamos en Eibar, con los paisanos heavys
de Neurosis y con La Polla Records que no paraban de sonar con su elepé de
estreno. Cuando lo escuché por primera vez me recordó a La Banda Trapera
del Río y sospeché íntimamente que no se comerían una rosca, pero la peña, la
abundante nueva peña que iba llenando los conciertos, apenas conocía a los precursores del paleopunk ibérico y flipaba con los textos tajantes y ocurrentes de los de Agurain. Eran el grupo en estado de gracia, el que había merecido la última portada de la revista “Muskaria”, el que todo el mundo tarareaba por la calle. Hasta los “40 principales” se rendían a la evidencia y pinchaban sus canciones, presentándoles,eso sí, como "L.P." Records. Nosotros les conocíamos de mucho tiempo
atrás, de aquel vergonzante concurso en el que quedamos respectivamente últimos
y anteúltimos. En realidad los orígenes de La Polla Records se remontaban
a la misma era que los nuestros, pero ellos, agazapados en su pueblo, apenas se
habían dado a conocer y aparecían ahora como una banda recién estrenada, en
cambio nosotros, con nuestra estrategia de “que se hable de Zarama aunque sea
bien”, habíamos creado demasiadas expectativas durante demasiado tiempo. Esa
noche volvíamos a tocar con ellos, lo cual, en principio, era un punto ya que las
relaciones con Los Pollos siempre fueron buenas. No hacía mucho que habíamos
coincidido en Altsasu, cuando ellos presentaban su primer disco sencillo: “Diez
Perritos”, “El Alcalde”, “Y Ahora Qué”... una divertida bomba sonora. En la funda
se presentaban tal como eran: seis colegas gamberretes con gafas de plástico peleando
por comerse la cámara de fotos entre risas. En aquel festival Evaristo, su atómico
cantante, apareció con una cresta de mohicano tres palmos más prolongada
que el canon oficial y una chupa en cuyo dorsal podía leerse: “Mientras tú te ríes de
mí, el sistema te da muerte”.
Así que aquella tarde había viento sur, estábamos medio rebotados y actuábamos
en una plaza –en sentido literal, era una plaza de toros– importante: Eibar, “La
villa armera”, el segundo foco de población más importante de Gipuzkoa, la localidad
que conoció, años atrás, nuestro bautismo de fuego.
¿Existen los días aciagos? Lamentablemente, la respuesta ha de ser afirmativa.
Si pudiéramos, al final de nuestras vidas, contemplar las estadísticas de nuestra
existencia, ahí aparecería todo: días aburridos, fechas en las que no ocurrió nada
destacable, jornadas felices, dramáticas, inesperadas, históricas –el primer beso,
la pérdida de la virginidad... – y lamentablemente por algún lado aparecería ese día
en el que todo salió mal, desde la primera hasta la última hora, un encadenamiento
de circunstancias adversas que va creciendo como bola de nieve monte abajo.
Algo de eso ocurrió entonces.
Llegamos obscenamente tarde, claro. Todos habían colocado los equipos a su
gusto y habían probado sonido con tiempo. Nosotros llegamos cuando los técnicos
rabiaban por irse a cenar y estaban dispuestos a sonorizarnos como nos merecíamos:
deprisa, corriendo y mal. De esa precisa manera sacamos los trastos de la
furgoneta y los colocamos sobre el escenario, allá donde las otras bandas habían
tenido a bien dejarnos huecos. Uno de los “muertos”, el mastodóntico y odioso
ampli de bajos, se precipitó aparatosamente escaleras abajo por un fallo de coordinación entre Javi y el que subscribe. Tras evaluar la caída nos enzarzamos en una airada discusión sobre quién era el culpable del percance. Técnicos y organizadores observaban atónitos. El porrazo tuvo sus consecuencias, claro: el ampli de marras emitía durante la prueba un zumbido como de cortadora de césped, el
mismo –juraría– que en cualquier ensayo, pero Javi se empeñó en culpar al batacazo
e indirectamente a mí. La prueba de sonido fue exasperante. Txus pateaba sus
recién adquiridos pedales sin conseguir extraerles el menor sonido. Tras media
hora larga investigando posibles causas, se descubrió el misterio: dos cables defectuosos.
Los propios técnicos nos prestaron los “jacks” aunque con cara de preferir
estrangularnos con ellos. Ernesto se encontró ya montada la batería de Neurosis,
diseñada a la medida de unos heavys de reglamento. Para evitar pérdidas de tiempo
se llegó a una solución habitual: todos los grupos tocarían con la misma batería
pero cambiando la caja, que es lo que más sufre. El descomunal tamaño de
aquellos tambores podía inducir a engaño. En realidad la batería era del montón
pero de mayor aspiraba a ser la de Iron Maiden. Ernesto no se hallaba. Cada vez
que intentaba aflojar alguna palomilla, el dueño, apostado con plantas policíacas
a escasa distancia, ponía el grito en el cielo.
Estábamos a una hora escasa del comienzo y la prueba era imposible.
Anochecía, los nervios nos atenazaban, la comunicación entre nosotros era tensa
y malencarada, todo sonaba como el culo. Por desastrosa que pueda parecer la
situación, aún no había ocurrido nada.
En plena desesperación general, observo que un tío se acerca corriendo hacia el
escenario con aires de urgencia. Es de la organización y me insta a terminar
“yaaaa”, que iban a abrir las puertas y estábamos sin cenar.
–“Además os tenéis que dar prisa, tocáis los primeros”.
–“¿Qué?”
–“Que tocáis los primeros. Habéis llegado los últimos y no hemos podido hacer sorteo”.
–“Bueno, ¿y por qué no lo hacemos ahora?”
–“No, no, los de La Polla tocan últimos, que son los que más peña atraen, si
queréis se puede hacer sorteo entre Neurosis y vosotros”.
Era una putada. El grupo que abre un festival se come el muerto de tener que
calentar el ambiente y, lo que es peor, hace de conejillo de indias en la puesta a
punto del sonido. Hasta la fecha todos los órdenes de salida se habían producido
por arreglo entre los grupos o por sorteo. ¿Qué cojones pasaba? Urgía una asamblea,
una decisión rápida y operativa por nuestra parte. Eché un vistazo a mis tropas
y la situación no podía ser más desesperante. Todos estaban peleándose con
sus respectivas máquinas de hacer ruido. Txus trataba de hacerse entender a gritos
con el técnico de monitores que –¿te suena?– le suplicaba que bajara el volumen
del ampli. Javi seguía a vueltas con el zumbido, que iba cambiando de timbre
e intensidad a cada nuevo sopapo y el Putre trataba de aclararse con la mesa de
luces, la nueva diversión que se había echado en los conciertos. Se imponía una
solución de urgencia y ninguno de mis hombres estaba disponible para la lucha.
Salté del escenario dispuesto a enfrentarme con el marrón, nadie me echó de
menos arriba. En cuestión de segundos, me vi envuelto en una discusión a varias
bandas sobre el orden de actuación. La organización insistía en que La Polla
tenía que cerrar el evento, el manager, José Mari Blasco, supuesto “bautista” del
Rock Radikal Vasco, no quería ni hablar del asunto y ellos, con los que siempre nos
habíamos arreglado sin problemas, habían desaparecido. El bajista de Neurosis
también defendía con uñas y dientes su derecho a tocar en segundo lugar, al fin y
al cabo nosotros habíamos llegado tarde y encima “jodiendo la marrana”. Todo lo
que pude arrancar fue un miserable “cara y cruz” entre los grupos de Santurtzi que
para colmo, nos fue adverso.
Defendía yo nuestros pisoteados derechos mientras de fondo, el penetrante
zumbido del ampli de Javi irrumpía a gran volumen en la discusión. ¿Qué ardor
guerrero podía yo desplegar con semejante banda sonora, exhibición palpable de
nuestra intrínseca cutrez? Volví al escenario con malas noticias cuando menos se
necesitaban. Mis tropas andaban desencajadas con sus mezquinas batallas particulares.
Ya era de noche y los técnicos, con el cupo de paciencia agotado y la cena
en peligro, nos conminaron a probar “dos temas completos y punto”. Hicimos dos
mierdas. Dos impresentables marañas de pitidos, saturaciones y despropósitos
que anunciaban un ridículo tridimensional.
Se imponía un golpe de timón. Había que actuar con la sangre fría necesaria
para convertir la cena en una concentración... pero no estaba el horno para bollos.
En aquel ambiente de tensión lo primero que se imponía era recuperar el buen
rollo entre nosotros. Llevábamos toda la tarde de mala hostia y las desdichadas
perspectivas de sonido habían contribuido a crispar aun más el ambiente. La cena
debería ser divertida o nuestra actuación sería, definitivamente, una hecatombe.
Teníamos una media hora para convertir un ambiente irrespirable en un legendario
momento de compenetración pre-Woodstock.
Lo intentamos. Juro que lo intentamos. Un cierto instinto de supervivencia hizo
que el sentido común germinara en nuestros maltrechos ánimos. Empezamos por
mirarnos con aire perdonavidas, hicimos algún brindis con tintorro sulfúrico y
para cuando quisimos darnos cuenta ya estábamos en la más dulce de nuestras
conversaciones: que si “me he follao a tu novia”, que si “la tuya me la mama muy
bien”... ya sé, recurso descerebrado donde los haya pero que siempre nos relajó –y
nos sigue relajando en nuestros encuentros– casi como si fuera verdad.
Pero aquel día hacía viento sur y los hados del destino o nuestros méritos sobrados
decidieron que la era en que las cosas salían bien sin querer se había terminado.
Alguien me tocó en la espalda y me pidió “audiencia”. Era un chico con txupa
de cuero destrozada, botas militares y camiseta agujereada. Sus venosos globos
oculares delataban al menos dos gaupasas (noches de fiesta sin dormir) seguidas y
prestando enorme atención a sus fatigosos farfulleos acabé por deducir que me
quería proponer un concierto. Me hablaba muy despacio, mascando las palabras
mientras la babilla se le iba acumulando en las comisuras de los labios. Para persuadirme, mientras parloteaba se afanó en la elaboración artesanal de dos auténticos regueros de pólvora. Quería que actuáramos en su pueblo porque “el ayunta
había prohibido los festis después del desastre ocurrido con los R.I.P.”. Al parecer
los “munipas” habían cortado la luz pasadas las dos de la madrugada y la masa
enfurecida se había dedicado a destrozarlo todo.
.– “Vosotros no tendréis problemas, ya sabes, como tu estás en la radio y eso...”
Y eso... maldita sea, suponía que mi aguerrido grupo de margenizquiérdicos era
visto ya como una banda de moñas que podían rehabilitar su puto pueblo para la
práctica de festivales de rock. Me sentó como un tiro, tanto lo que me dijo como el
“tiro” propiamente dicho. Fue como cuando te enteras de que te ponen los cuernos
y lo sabe hasta el gato antes que tú. Un jarro de agua fría. Así que esos éramos: unos bilbainitos metidos a rockeros “light”, una banda ideal para calmar los ánimos de ayuntamientos iracundos. Todo casaba. Por eso la organización nos quería como
aperitivo. Eramos los babosos de la familia. Me puse realmente borde con aquel
tío. El hombre no entendía nada. “Pues si los R.I.P. no pueden tocar, nosotros
menos, que se joda el ayuntamiento y que se joda la peña y te jodes tú”. Días antes
ya había saltado alguna alarma. En una actuación con los B.A.P. en Larrabetzu, oí
como un miembro de la banda, ojeando el fancine que regalábamos con “Indarrez”
y del que sacamos un montón de copias extra, comentaba algo así como “si, son
punkys, pero de Bilbao”... en aquella ocasión me pilló desprevenido y simplemen-
te quedé un tanto escamado, pero aquel día mis sospechas se confirmaban y desaté
mis iras contra el intruso hasta hacerle desaparecer, absolutamente perplejo.
Cuando recuperé la conversación mis compañeros habían dejado los folleteos
imaginarios para volver a la carga con nuestros problemas domésticos. Yo estaba
furioso, frenético y con un recién estrenado ardor de estómago volcánico, recuerdo
del nota con el que acababa de hablar. En esos momentos me la sudaban completamente
los problemillas domésticos, la prima a pagar a los que descargaban y
el puto zumbido del ampli de bajos. Nos estaban desterrando de nuestro territorio
y no nos empapábamos. Les conté lo que acababa de pasar y ellos también se quedaron
helados. “Si, amigos, mientras nosotros nos despellejamos, nuestro endeble
prestigio se desmorona. Al parecer no somos auténticos. Hay quien piensa que no
tenemos label euskaldun por ser de Santurtzi –como le tuvimos que oír a alguien
de la troupe de Itoiz, que siempre tocaron en nuestro pueblo en olor de multitudes–
y otros nos conceden escasa autenticidad... algo hemos hecho mal”. Se concentró
tanto gas entre nosotros que sólo nos faltaba alguien con una cerilla para
hacernos reventar en pedazos.
Ese alguien llegó. El mismo miembro de la organización con el que había tratado
en vano de negociar, venía ahora con prisas para empezar la actuación. Pude
comprobar así, que nuestro batera era el más afectado por el ataque a la línea de
flotación de nuestro orgullo. El solito se bastó y se sobró para engancharse con el
atónito organizador al límite mismo de las hostias y entrar después en el consabido
juego del “no, cálmate tú”. Cuando el tipo se largó tan furioso como estupefacto,
Ernesto soltó aquello de “a veces me gustaría ser de Eskorbuto”, por lo expertos
que ellos eran en broncas con promotores.
Así que salimos de aquel restaurante y volvimos a la plaza de toros. Había que
tocar. Mientras hacíamos el “paseíllo” en un silencio de condenados a la horca, la
muchedumbre iba poblando las gradas. Yo sentía mis pasos al ralentí, como si de
golpe, la arena de la plaza fuera la corteza lunar. En mi ya perturbada mollera, muy
sensible al viento sur, las voces de aquella turba bulliciosa se iban fundiendo con
imágenes de manager destripados y organizadores cosidos por ráfagas de metralleta.
Ahora subiríamos al escenario y sin duda haríamos una actuación mediocre,
fruto del poco ensayo y la mala química existente –incluida la del ántrax esnifado–,
dejando una lamentable impresión y poniendo en bandeja a los siguientes el
éxito apoteósico. Ellos subirían a tocar con el equipo bien ecualizado durante
nuestro “show” y las masas en su punto idóneo de “cocción”. Después todos
comentarían: “Que conciertazo de La Polla, han estado geniales, los heavys esos
no estuvieron mal pero Zarama, ¡puag!, están acabados, un sonido de asco y
luego ya sabes, un poco ligths”.
Una vez arriba nos fuimos situando en nuestros puestos y comenzaron los ruiditos
de calentamiento: unos golpecitos de bombo, dos o tres notas de guitarra y
¡Oh Dios!, el zumbido, el puto zumbido del ampli de bajos que de pronto taladró
las paredes de mi cráneo reventando la caja de los truenos.
Es por ello que el relato de los hechos que a continuación se describen no es
tanto un fiel recuerdo de lo que allí aconteció como una mezcla de lo que me contaron, lo poco que puedo reconstruir y lo que publicó la prensa. Algo comparable
a lo que le ocurrió en su día al boxeador Pedro Carrasco, cuando combatió contra
aquel pedazo de venezolano: “Mando Ramos” y ganó el campeonato del mundo. Al
día siguiente, fue lo suficientemente honrado como para reconocer que tras un
puñetazo recibido en el segundo asalto, se le fundieron los plomos y ya no supo ni
lo que hacía. Recibió millones de golpes, tres de ellos por debajo de la línea “legal”.
Tuvo la suerte de contar con un árbitro oriental, estricto cumplidor del reglamento,
que descalificó a su rival sin contemplaciones.
Aquel día yo también tenía los cables cruzados. Para colmo de males los asistentes
al festival se habían apalancado en las gradas, lejos del escenario, esperando
quizá que acabaran cuanto antes esos pelmas y empezara la actuación de sus
ídolos. Ahí empezó todo. Me daba tan igual lo que pasara que comencé a insultarles
sin contemplaciones, les llamé muermos, aburridos, jilipollas... todo lo que se
me iba ocurriendo, “así que pagáis por ver un concierto de rock & roll y os sentáis
como si estuvierais en la ópera ¡hay que ser anormal!”. Y bajaron claro. Lo hacían
despacio y como incrédulos, como si alguien hubiera mentado una por una a todas
sus madres. Miraban hacia el escenario como tratando de adivinar quien era ese al
que había que hostiar debidamente. Cuando ya estuvieron cerca y puede empezar
a escuchar sus insultos y a sentir sus diversos lanzamientos aun me sentí con valor
para dar una vuelta más de tuerca: “Muy bien niños, así me gusta, que obedezcáis
a la andereño (maestra)... si queríais estar sentaditos ¿para qué cojones venís?”...
Nunca nos habían insultado tanto y tantos a la vez, nunca nos habían lanzado
tantas cosas ni había visto tantas caras de odio... era como una jauría de perros
rabiosos. Sin embargo nadie subió a encararse en persona, en parte, quizá, porque
se mascaba que no iba a ser bien recibido y en parte también porque Ernesto, loco
por destensarle los parches al dueño de la batería marcó con las baquetas el
comienzo de la primera canción. Dios, que gran sensación. Mis compañeros de
grupo habían asumido el mensaje y estaban soberbios. Ni La Polla Records, ni
los jiviones, nos iban a dar lecciones de nada. Yo les veía tocar sin arrugarse, sin
moverse a posiciones más seguras, jugándose el físico entre vasos, botellas y escupitajos,ninguno de los tres reprochó mi actitud, ni siquiera me miró raro. Con los problemas de comunicación que arrastrábamos y sin embargo, las circunstancias
de aquel día inconcebible nos habían fundido en un solo ser. Era una huida hacia
delante en toda la regla, una locomotora lanzada hacia el abismo con nosotros cuatro
adentro. Habíamos arrancado con un “Goazen Borrokara” (“Vamos a la Lucha”)
enrabietado y nadie se acordó del sonido. Pero la mala hostia ambiental continuaba
incólume. Entre insultos más homologados hubo dos sorprendentes por lo
repetidos: “macarras” y “gallegos”. ¿Pero que mierda de punkys o rockeros podían
usar esos insultos tan carcas?
Azuzando las brasas asomaban los monstruos del subconsciente. Yo veía a Javi,
gallego de origen y una corriente de solidaridad me invitaba a la guerra, empezamos
a dedicar canciones a Galicia, a los centros gallegos, a “Euskadi Ceibe” a todos
los macarras del mundo y milagrosamente logramos sembrar la discordia entre
los congregados. Pregunté ¿cuántos odian aquí a los gallegos? Que levanten la
mano si tienen cojones... conté unas cuantas manos y les llamé fascistas y nazis.
Ernesto les invitó a abandonar la plaza, porque “era imposible tocar con ese olor a
mierda” y ya hubo quien nos aplaudió.
Mientras acometíamos “Edan Ase Arte” se produjeron las primeras peleas y una
litrona aun sin estrenar se estampó con fuerza contra mi hombro izquierdo. Invité
a voz en grito a que saliera el agresor (“si tenía cojones”), arriesgándome a que
fuera el primo de Zumosol y me partiera la jeta. Pero nadie salió. A esas alturas
había tal carga eléctrica en el ambiente que cualquier desastre era posible. En aquella
maraña irreal recuerdo rostros ensangrentados, puños en alto, vallas volando.
El técnico de monitores, con cara de agonía, me comunicó entrecortado que habían
volcado el cerco de protección de la mesa de sonido y la estaban llenando de cerveza.
Reinaba el caos. Un grupo empezó a corear el nombre de La Polla Records
y yo me sentí Jim Morrison en el mítico concierto de Miami: “¿queréis la polla?
Pues aquí la tenéis”, les dije, mostrándoles mi sorprendida txurrilla.
A partir de ahí todo se descontroló. Los lanzamientos se desbocaron, los insultos
se multiplicaron y el Putre tuvo que cambiar de posición para tratar de impedir,
junto a miembros de la organización, que subieran a partirnos la cara. Uno de
los platillos de la batería voló por los aires impactado por una botella... fue entonces
cuando se produjo el milagro. Los cuatro nos quedamos quietos en nuestro
sitio, mirando a la masa sin inmutarnos. Una corriente inexplicable nos unió sin
habernos dicho una sola palabra. Estaba bien claro que si bajábamos del escenario
en ese momento sería en camilla. Dios, Alá, Buda o el simple destino quisieron que
ese tiempo mágico no se torciera con un impacto en la cabeza, aunque bien poco
faltó. Aquella postura no era exactamente valor, tampoco arrogancia. Era simplemente
lo que le debíamos a tantas horas de trabajo, de incomprensión, de broncas,
de sueños, de guardias y desfiles... era una especie de “ahora no nos van a bajar de
aquí así como así, no seremos los más punkys, ni los más heavys pero hoy, al
menos hoy, no nos va a ganar nadie a cojones”.
Algo realmente intenso debimos transmitir porque aquella marea desbocada
fue paulatinamente calmándose hasta crearse un silencio denso, extraño, expectante.
Como trozos de un puzzle anárquico me viene la imagen de Txus, “el hombre
de piedra”, sudando como un cerdo, aferrado a su guitarra como si fuera una
“kalasnikoff ”, mirando al frente con una mezcla de rabia y orgullo. Alguna fibra
extraña habíamos tocado, era como si todos estuvieran de pronto afectados por
algún gas paralizante o alguien les hubiera hipnotizado. Aquel mar de ojos nos
miraba sin mirarnos, aquellas bocas nos querían insultar pero ya carecían de fuerza.
Yo era Ernesto y Javi y Txuzos y el Putre, me sentía con la fuerza de los cinco.
Durante aquellos segundos fuimos, más que nunca, un auténtico grupo, un
núcleo, una energía condensada en la que el “todos para uno y uno para todos” de
los mosqueteros era, de verdad, mucho más que un lema.
Ninguna de las cosas buenas que nos pasaron antes y después se puede comparar
con aquella sensación. Me hubiera gustado alargarla durante horas pero hubo
algo que me devolvió súbitamente a la tierra: el puto zumbido del ampli, como no.
Aquella forma tan pedestre de aterrizar me desató los demonios y cogiendo carrerilla
me lancé hacia un público desprevenido que despertó en el acto. El resto de la
actuación fue un auténtico fiestón. Decenas de locos me imitaron y el escenario
acabó convirtiéndose en un trampolín popular. Durante la traca final, con la versión
acelerada del “Beti Penetan”, un grupo de kamikazes me cogió a hombros para
dar una vertiginosa vuelta al ruedo.
Me sentía como un muñeco de trapo zarandeado por toda la plaza. Al final del
“show” –nunca mejor dicho– había tantos desperfectos que estuvieron a punto de
suspender todo el festival, pero la organización, con buen criterio, consideró que
podía ser peor el remedio que la enfermedad. Dejamos al respetable tan excitado
que a los Neurosis les hicieron la vida imposible y no pudieron terminar y con La
Polla Records hubo otra invasión del escenario tras la cual robaron la chupa de
Evaristo con la cartera dentro.
Al día siguiente todos los periódicos hablaban del asunto en términos de
bochorno y la comisión de fiestas pedía disculpas y prometía que no se repetiría.
Sin duda hay datos que se me escapan pues realmente no sé cómo justificar que al
día siguiente me dolieran hasta los ojos y no consigo situar el momento exacto en
el que me hice un esguince de tobillo que me mantuvo varios días escayolado.
Fue memorable.
miércoles, 6 de agosto de 2008
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3 comentarios:
De un vasco en Catalonia:
Kaixo Roberto:
Ha sido un VERDADERO placer leerme todo. Con 14 añitos fuí a ver mi primer concierto en Laudio. El elenco era LA POLLA, CICATRIZ EN LA MATRIZ, RIP, ESKORBUTO Y DANBA si mal no recuerdo. En mi vida había visto un punk y menos el pueblo "tomado" por ellos, pero para lo que ni mucho menos estábamos preparados era para ver el festi que vimos. Impactante. Musical, visual (tengo en mi memoria a Natxo Zikatriz con un lapo verde colgándole de la barbilla, obsequio cariñoso de un espectador, mientras cantaba como si nada).
Tampoco olvido el botellazo que le dieron al fotógrafo oficial de cuaquier evento Laudioarra, que ahora trabaja en El Correo; José Montes. A pobre le dieron un botellazo a pesar de haberse parapetado detrás de la batería.
Musicalmente RIP brutales ( tal velocidad tipo DISCHARGE la desconocíamos), ESKORBUTO salvajes, CICATRIZ impactantes y ya "más suaves" LA POLLA y DANBA.
Mi amigo y yo creo que fuimos de los pocos que pagamos entrada, comprada con una semana de antelación y toda la ilusión de unos pipiolos que van al estreno de la peli "de moda" (400 pelas de la época) porque cuando llegamos al frontón dónde se hizo el festi, nos dimos cuenta del mundo que todavía nos quedaba por recorrer; entre ellos el arte de colarse.
A partir de ahí pues festis por todas partes. Aún recuerdo un local en Laudio la "Ikastolako Taberna" en el cual vimos un peaso concierto de La polla (otra vez) cuando sacaron el disco de "Revolución" a los locales Eskupitajo y a un grupo de Hard Core que se hacían llamar Indirekt (que buena estaba la cantante: despertar sexual ya sabes.
En fín que recuerdo con mucho cariño toda aquella época musical pareja a tantas y tantas cosas en tu juventud (Pirula Irratia, El Skuat de Laudio, los fanzines hechos a mano literalmente).
Bueno, no me enrrollo más y tan sólo darte las gracias de corazón por haberme "sumergido" otra vez en aquella época.
Un saludo.
Fernando.
Hey Roberto, lo estoy viendo con mis propios ojos, je je, el ambiente..., aunque sea de la siguiente hornada de público de finales de los 80 y 90.
Me encanta la crónica, y muy apropiado el título. La realidad era así de SUCIA Y CONTRADICTORIA, para quienes idealizan todo... Muy buena la caña contra LA MOVIDA madrileña, yo la recuerdo como la música que los media oficiales gustaban promocionar. Francamente a mi, desde mi tierna juventud, me parecía música "chorra" y frívola, escapista, y ME LO SIGUE pareciendo.
By the way, os contratamos para el concierto del Gaztetxe de Gros de Donostia cuando todavía no había Kursaal, sino un gran agujero... Acababais de sacar el Bostak Bat y os trajimos a Gipuzkoa cuando apenas se os veía por estos lares, de puta madre, con nuestro público de apenas 120 personas, pero conciertazo ¿eh?!!
A trozos pero ME ESTOY DEVORANDO el libro. Gran documento, zorionak motel
Ja ja ja, sí, me acuerdo que hicimos un homenaje al "Tifón" , huistórico antro de la zona...
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