miércoles, 6 de agosto de 2008

lll EL PUNK


En el 77 estalló el “punk” y muchos creímos ver la luz. Al fin y al cabo toda aquella
parafernalia hippie era ya historia y a nuestra generación le habían tocado unos
flecos más bien deprimentes. En el 76 los Rolling Stones estuvieron en
Barcelona y lo que fui buscando junto a mis camaradas Txus y Laiki en aquella
emocionante excursión era ya algo parecido al “punk”.
Txus era parte de mi cuadrilla de amigos desde la más tierna infancia, había
vivido conmigo aquellos momentos futbolísticos y muchos más, Laiki pertenecía
a las nuevas amistades urdidas en torno a la música. En el fondo se repetía un poco
la vieja historia del Quijote. Habíamos leído tantas aventuras, tantos sucedidos
sobre la leyenda de los cantos rodados que estaban situados en nuestro imaginario
como algo bastante lejano a la realidad. Los Rolling Stones de nuestros libros
de caballerías (“Popular 1”, “Disco Express”, “Vibraciones”, “Star”... ) eran osados,
irrespetuosos, escandalosos, daban ruedas de prensa en las que se reían de todo,
organizaban conciertos no anunciados en medio de la calle, nadie sabía como
podían acabar sus tumultuosos recitales. Todos los mitos escritos sobre sus detenciones,
sus escándalos en hoteles, su concierto de Altamont, constituían algo así
como un país de fábula donde habitaba un modo de vida apasionante, divertidísimo,
repleto de chicas interesantes –y “liberadas”–, giras apasionantes y burlas a lo
convencional. Teníamos entonces cerca de los 16 y de Pirineos abajo no actuaba
Flores en la basura 33
ningún artista internacional, si exceptuamos a Raphael. El propio Mick Jagger
reconoció en una entrevista que se lo habían pensado, ya que actuar en Barcelona
podría entonces constituir un cierto aval para una dictadura desprestigiada en el
mundo. Desde el mismo momento en que leímos que venían, nuestros engranajes
mentales no hicieron otra cosa que maquinar cómo ir. El destino nos fue propicio.
Mi abuela y su hermana vivían en el popular barrio Condal del Clot, les haría una
visita y de paso me llevaría a mis amigos.
El ambiente en la plaza de toros de Las Arenas era más bien hippioso, abundaban
las melenas grasientas y los chalecos del abuelo. El concierto fue pasmosamente
previsible, por lo que habíamos leído, una repetición exacta del que habían
ofrecido en Berlín. Si allí la traca final fueron siete cubos de agua arrojados a las
primeras filas, aquí exactamente siete, ni más ni menos. A media tarde, cuando
aún andábamos acomodándonos, hubo un intento de avalancha y la policía se
dedicó a lanzar botes de humo. Uno de ellos penetró en las gradas provocando una
estampida, creí morir asfixiado en medio de aquella espesa niebla marrón. Por
unos instantes me ví como protagonista anónimo de un nuevo Altamont, aquel
festival de los Stones donde se cargaron un negro a navajazos. Ya veía los titulares:
“Escándalo: Varios muertos por asfixia en el primer recital de los Rolling
Stones en España”. Afortunadamente las brumas se despejaron pronto y mis
amados testiculitos volvieron poco a poco a su recoleto hogar.
A pesar de las cuidadas pintas descuidadas que nos trabajamos para la ocasión,
éramos tres imberbes dignos de un anuncio de crema para las espinillas. Era la primera
vez que viajábamos sin padres a una distancia apreciable. Bueno, Laiki no.
Para entonces Iñaki Laiseka, que así se llama, contaba ya con un sólido prestigio
de trotamundos y su dedo gordo había tejido ya telarañas por las más remotas
rutas del viejo continente. Laiki era –es– ligeramente mayor que nosotros y aunque
eso hoy, constituye un dato irrelevante, a esas tempranas edades suele resultar
un abismo. Para entonces, él tenía batallas ganadas en casa que Txus y yo manteníamos
en pleno fragor: longitud capilar, elección de vestuario, libertad de horarios,
desplazamientos en auto-stop... ¡casi nada!
Aquel junio del setenta y seis, los Rolling Stones acababan de publicar el
“Black & Blue” y realizaban su primera gira con Ron Wood, que se vistió de toreador
cutre para la ocasión. A Txus y a Laiki –que años más tarde formó parte de los
primeros Eskorbuto– les gustaba mucho la banda. Mi caso era diferente. Yo vivía
horas, días enteros en el país de los Rolling Stones. Una tierra a la que me desplazaba
instintivamente durante las plúmbeas clases de griego y que visitaba con
avidez en cuanto llegaba a casa. Mi Olimpo tenía más habitantes: Zeppelin,
Jethro Tull, Lou Reed, New York Dolls, todos los macarras del glam... pero
Jagger, Richard y compañía eran más, mucho más. Supongo que en todo el globo
terráqueo –a todo hay quien gane– habrá alguien que haya escuchado más veces
que yo el “Brown Sugar” o el “Jumping Jack Flash”, pero dudo que sean más de diez
personas. Ya me lo dijo en cierta ocasión mi hermano mayor: “tú has escuchado
más esas canciones que ellos mismos, seguro”.
La Barcelona del 76 era un alucinante hervidero de movidas. Los tres asustados
pipiolos recorríamos las Ramblas una y otra vez sin ojos suficientes para asimilar
tanto impacto. Había gente extraña por todas las esquinas: músicos, teatreros,
acróbatas, sirleros, oradores improvisados, “hare-krishnas” tocando el tambor,
puestos de formaciones políticas inverosímiles, sectas que predicaban llegar a
Dios a través del sexo o la lechuga, vendedores de todo tipo de sueños... En aquel
viaje, la actuación más “punk” no fue precisamente la de los Rolling Stones. Mi
hermano mayor me había hablado con admiración de la “Bodega Bohemia”, en
pleno barrio chino y con más miedo que vergüenza nos internamos por aquellas
callejuelas y localizamos lo que resultó ser un antro inmundo, aunque lleno de
magia. Aquello sí que nos impactó. Actuaban en un minúsculo escenario viejas
“glorias” de la copla y el cuplé sumidas en el ocaso. Sus fotos de juventud adornaban
las mugrientas paredes del local. Era un espectáculo decadente y sin embargo
no diría que fuese triste. Los artistas tenían tablas suficientes para hacernos reír y los parroquianos les provocaban constantemente para poner a prueba su ingenio.
A veces podía parecer que se rozaba la ofensa grave, pero en el fondo, había un
código no escrito por el cual todos sabían que se trataba de un juego, algo parecido
a lo que ocurre con los bertsolaris (improvisadores de versos vascos) o los trovadores.
Allí sí había “punk.”
Los Rolling Stones no eran gigantes sino molinos y en el fondo lo sabíamos,
pero el alma necesita alimento. ¿Cómo se puede soportar una clase de griego,
impartida por una tipa taciturna que te odia porque sabe que sus disertaciones te
matan de aburrimiento?, ¿Cómo se puede mantener el tipo en bodas, bautizos,
comuniones y demás monsergas familiares?, ¿Cómo llevar con dignidad esos agónicos
domingos color panza burra mientras suena de fondo “Carrusel Deportivo”?
Cada cual se busca sus tubos de escape, yo tenía el mío. En esos y otros tantos
momentos de desolación, el Keith Richard que habitaba en mi universo particular
atacaba los primeros riffs del “Honky Tonk Women” o del “Tumbling Dice” y Mick
Jagger berreaba a pulmón partido sentimientos cercanos al asco, a la rabia, a la alegría de vivir, a cualquier cosa, con tal de que fuera intensa.
Ya en el 76, las revistas musicales empezaron tímidamente a hablar del punk.
Estaban obligadas. Era evidente que una nueva generación urbana empezaba a
predicar otras doctrinas. Todo aquel rollo de la “evolución musical de los años
setenta” que tanto gustaba a los santones del “Vibraciones” o del “Disco Express”
empezaba a oler. Las grandes bandas de los setenta Deep Purple, Jethro Tull,
Led Zeppelin, Pink Floyd, Uriah Heep eran, a estas alturas, incapaces de
ofrecer nada nuevo, ni siquiera conseguían mantener unidas sus formaciones.
Cada elepé era un poquito peor que el anterior, pero mucho mejor que el siguiente.
Quizá lo único mínimamente divertido que aconteció en toda la década fue el
“glam-rock”, una estrella fugaz que chocó de bruces contra una crítica demasiado
empeñada en superar musicalmente “los sesenta”. Por estos andurriales la reacción
fue aún más troglodita, de hecho aquí nunca se oyó hablar de ningún “glam”,
aquí se le denominaba por las bravas “gay-power” y críticos como José María Iñigo,
que dirigía la revista “El Musiquero” lo llegaban a considerar una burla estúpida a
los grandes logros de la “música ligera”.
Pero buena parte del germen que dio paso al “punk” estaba ya larvado en bandas
como New York Dolls o los Stooges de Iggy Pop que basaban su propuesta en
la provocación. Y es que el rock, a esas alturas, ya no provocaba más que hastío.
Los comentarios de prensa sobre los caprichos de Emerson, Lake & Palmer en
sus giras mastodónticas o las sucesivas tonterías de Elton John o Rod Stewart
daban auténtica grima. Es muy habitual escuchar –aún hoy día– aquello de: “el
punk fue un simple montaje”. Lo cierto es que si no lo monta alguien se hubiera
montado solo. Todas las generaciones tienen derecho a contar con referentes propios,
y además, a poder ser, incomprensibles para las demás. A mí me hacía gracia
todo lo que leía sobre el fenómeno punk, digamos que estaba predispuesto a favor,
pero no lo sentí como algo mío hasta el día en que mi padre empezó a soltar pestes
al ver al primer Ramoncín en un show televisivo. Poco después empezaron a llegar
en tromba las divertidas noticias en torno a los Sex Pistols. La noche en la que
reventaron un prestigioso show televisivo, cuando el prepotente presentador pretendió
usarles de payasos, el concierto en barco sobre el Tamesis, el día de las
bodas de plata de la Reina, atacado por la ultraderecha, la disparatada gira por los
Estados Unidos con Sid Vicious golpeando con su bajo a un espectador armado...
el rock volvía a ser objeto de animadas y divertidas conversaciones y todas aquellas
fotos de gafas negras, pelos de pincho, imperdibles clavados en la piel y botas
militares eran despreciadas por nuestros hermanos mayores ¿qué más se podía
pedir?
En Septiembre del 77 la providencia volvió a besarme en los morros. Por primera
vez en muchos años mis notas habían sido aceptables y un amigo de la cuadrilla,
Imanol, me animó a viajar a Gran Bretaña para trabajar en un campo de recogida
de frutas para estudiantes. En mi casa no me pusieron muy buena cara pero
las coartadas eran perfectas: aprender inglés, ganar algunas libras y viajar con un
alumno brillante, que ya había estado por allí en anteriores veranos. El ambiente
en aquellos “Strawerry Fields” era más cercano a un hipismo ideologizado que a
otra cosa. Todos proveníamos de familias obreras sacrificadas por sus hijos y a
todos nos gustaba sentirnos simpatizantes del comunismo y del anarquismo, a
todos excepto –curioso– a los polacos, que según nos escuchaban citar de política
levantaban una ceja de alerta, un tic paranoide importado de un país atestado
entonces de policías secretas "comunistas”.
En aquellas aldeas tristonas de la Inglaterra profunda no había ni rastro de
punk. Cuando preguntaba en las tiendas de música por el “God Save the Queen”
me sacaban varias versiones orquestales a escoger y el nombre de los Sex Pistols
(que yo trataba de pronunciar hasta el bochorno) les sonaba a chino. Tan sólo hallé
un desagradable rastro en un pub donde trabé conversación sobre música con un
atlético joven de la localidad. Mientras hablamos de Santana, Lou Reed y
Jethro Tull todo fue sintonía y sonrisas hasta que se me ocurrió mentar la bicha
y el tipo a punto estuvo de arrojarme su gigantesca pinta de Guiness a la jeta. Su
discurso se aceleró hasta hacerme imposible adivinar que coño le indignaba tanto.
Mi amigo Imanol me explicó después que estaba furioso con aquellos “payasos que
habían ofendido a la reina”. El último fin de semana de nuestra estancia, por fin,
pudimos disfrutar de Londres. Allí sí había punks, aunque no tantos como cabría
deducir de las revistas. En aquella fase, la provocación estética era total. Recuerdo
a un tipo llevando a su compañera atada por el cuello con una correa de perro,
ambos maquillados en tonos oscuros, a puro trazo, con las chaquetas llenas de
mensajes e imperdibles clavados por la cara. A base de preguntar conseguí dar con
una covacha donde hervía punk. Allí conseguí por fin los dos primeros singles de
los Pistols, un buen lote de fancines –incluido el mítico “Sniffin Glue”– y otros
materiales discográficos que pronto editarían en todo el mundo. Lo primero que te
flipaba, nada mas entrar en aquel antro, era una bandera nazi de proporciones descomunales,
una bofetada estética que no impedía después encontrar los expositores
repletos de discos de los Clash o de la Tom Robinson Band exhibiendo
hoces y martillos y puños en alto. Haciendo un poco de psicología barata, me atrevería a comparar esa enorme svástica con el niño de seis años que de pronto profiere un sonoro “cagüendios”, que deja helada a toda la familia. No, no es que le
encante especialmente esa expresión, es que es la única que consigue su objetivo:
captar de una vez la atención.
La verdad es que respecto al punk, como a tantos otros fenómenos estéticomusicales
se puede uno tirar horas hablando sin llegar a conclusiones demasiado
sólidas. Musicalmente no era nada nuevo. Escuchas ahora mismo un disco de los
sesenteros MC5 o de la Velvet Underground y escuchas punk. Por otra parte
grupos considerados unánimemente como pertenecientes a esta corriente como
Stranglers o The Clash incluyen cortes más bien reggae, incluso baladas que
no pertenecerían a la ortodoxia kañera. Lo único que unía a todo el movimiento
era una decidida postura reivindicativa del “hágalo usted mismo” y un posicionamiento
público en contra de lo establecido por la moda, aunque el “establishment”
no tardó mucho en asimilarlo, no hay mas que observar que los mismos sellos discográficos que encumbraron a Mike Olfield o Rick Wakeman supieron crear rápidamente su propia escuadra punkera. El punk pudo ser otra estrella fugaz como el
“glam” y de hecho, tras el estallido del 77, la “inteligentzia” musical y las propias
bandas, parecían empeñados en correr un tupido velo sobre el fenómeno. A partir
del 78, todo el mundo prefiere hablar de “New Wave” o cosas similares, la vertiente
sucia y desagradable y no digamos la política –centrada sobre todo en The
Clash– fue rápidamente lavada, peinada y desinfectada con “Zotal” para poder
incluir los nuevos aires musicales en FMs y discotecas.
Pero éramos muchos los infectados por el virus “No Future”. Una generación
que había vivido intensamente la leyenda de los Pistols y compañía y no estaba
dispuesta a dar por buena la versión del cínico de Malcolm McLaren en aquella
desconcertante película de John Temple: “The Great Rock & Roll Swindle” (“El
Gran Timo del Rock & Roll”), que por aquí se estrenó como “Dios Salve a La Reina”,
en la que venía a contarnos que todo fue un invento de su mente calenturienta. La
“rentrée” punk de los ochenta resultó mucho más dura de formas, más social de
contenidos y se escapó del ámbito meramente musical-estético que tenía en el 77.
Los nuevos punks serán mucho más uniformes, los pelos-pincho o estilo mohicano
y las tachuelas puntiagudas serán ornamento común y su área de influencia se
extenderá hacia terrenos más amplios que el meramente musical: ocupación de
casas vacías para crear espacios alternativos, radios libres, sellos discográficos,
fancines, etc. En lo musical, nace una generación de bandas cabreadísimas y muy
kañeras (GBH, UK Subs, Stiff Little Fingers...) que ya no aparecen en los
suplementos dominicales y pasan a ser objeto de culto para amplias minorías. Los
ritmos jamaicanos que también hacen bandera de la sencillez y la protesta entran
espontáneamente en la misma imparable espiral. De pronto, bien entrados los
ochenta, muchos veinteañeros nos fuimos dando cuenta que nuestros sueños eran
compartidos hasta extremos increíbles por otros zoquetes similares que habitaban
en otras ciudades. Varios Quijotes nos estábamos enfundando el “yelmo de
Mambrino” dispuestos a buscar aventuras por nuestras “Manchas” particulares en
una cruzada contra el aburrimiento. La suerte estaba echada.

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