miércoles, 6 de agosto de 2008

IV ZARAMA

Para quien no lo sepa, Zarama significa basura. Buscamos el nombre en un
mini diccionario apócrifo que regalaba una caja de ahorros. Nuestra primera denominación respetaba la grafía de aquel librillo de dudosa solvencia: “Sarama”. Por
cierto, en algún glosario de lengua castellana, aparece ésta voz, así escrita, con la
siguiente definición: “En la provincia de Vizcaya, basura”. En nuestras actuaciones
en Iparralde (parte norte del País Vasco bajo administración francesa), especialmente
las de Zuberoa nos comentaron a menudo que teníamos un nombre muy
bonito, para ellos Zarama es algo parecido a “zirimiri” y así, en lugar de asociarnos
con vertederos lo hacían con melancólicos paisajes de fina lluvia autóctona.
Nosotros buscábamos una marca impactante, de onda punkera, acorde con la
fabril, proletaria y decadente Margen Izquierda del Nervión y fácil de retener en la
memoria. Putre, Txus y un servidor enseguida estuvimos de acuerdo, Josu no. A
Josu, aparte de que le encantaba no estar de acuerdo, aún no le había prendido la
onda punk, él era por entonces un fervoroso fan de los Whoy trataba por todos los
medios de colarnos “The Next”, “Los Siguientes” o “Datorrenak”, basado
en el elepé “Who´s Next” que por aquellos días machacaba sus neuronas.
Josu Expósito, en realidad, siempre fue punto y aparte. Todos en Zarama éramos
estudiantes, él no, él trabajaba cuando podía en la construcción. Todos en la
banda vivíamos por el centro de Santurtzi, él habitaba en las faldas del monte
Serantes, en una casa humilde pero de vistas impresionantes: las dos márgenes de
la Ría y Bilbao al fondo. Ese paisaje cotidiano inspiró sin duda temazos como
“Ratas en Bizkaia”, cuando años después Josu militara –nunca mejor dicho– en los
legendarios Eskorbuto. Sí, todos éramos hijos de la proletaria margen izquierda
pero Josu era el más barriobajero, el más loco y el más atrevido de todos.
Hablamos de la segunda mitad de los setenta, cuando estábamos por debajo de
la veintena y vivíamos lo del grupo como un juego, un “a ver hasta donde somos
capaces de llegar”, una manera de combatir las miserias estudiantiles que masacraban
nuestros veranos, las frustraciones amorosas o la perspectiva de una vida
demasiado mezquina trazándose fatal ante nuestras narices. Ni siquiera la formación
estaba del todo establecida. En un principio Putre –en realidad José López
Oiobarren– quería ser batera, pero su sentido del ritmo, ya desde los primeros
intentos con una batería montada a base de botes de detergente, resultó asombrosamente nefasto. Dado su entusiasmo en la empresa y el hecho innegable de que
fue el primero que tuvo la idea de la banda, se fue convirtiendo de facto en algo
parecido a un “manager”. Una de las chicas de la cuadrilla, Nekane, sabía tocar la
guitarra, lo cual sirvió para su admisión automática, no sólo como guitarrista sino
también como profesora de Txus, viejo camarada de la infancia empeñado en convertir
sus toscos dedazos en los de Eric Clapton. Nekane no era precisamente una
punk-rocker. Sus dos interpretaciones preferidas eran el “Azken Dantza Hau” de
Pantxo eta Peio, que nos ponía la piel de gallina y el “It’s a Hearthache” de Bonnie
Tyler, que sencillamente bordaba.
Solíamos juntarnos en un piso de la familia de Txus, donde hasta fechas recientes
vivían su abuela y la hermana de ésta, ya para entonces fallecidas. Aquellas
paredes fueron viendo como en meses, la pequeña y nerviosa Nekane, que se partía
de la risa constantemente con nosotros, iba inculcando acordes en la mollera de
nuestro particular “mano lenta”, cómo se iba armando el primer atisbo de batería
y cómo aparecían por allí la primera flamante guitarra eléctrica con su amplificador
y el primer micrófono, todo a base de gestiones de Putre, que convenció a un
compañero de clase de “buena” familia para que nos prestara su regalo de reyes (al
cual se había aburrido de extraer mugidos) y que involucró a Txus en lo del micro,
un pequeño hurto sacrílego al que opuse mis reparos al principio, pero acabé justificando como venganza por tantos años de aguantar chapas amenazantes.
Mientras tanto yo me zambullía en el aprendizaje de la lengua de Aitor y trataba
de impulsar el “departamento” de propaganda y agitación: hicimos pegatinas
(“Aurrera Euskal Rock”, “Nafarroa Euskadi Da”), sembramos de pintadas wáteres y
paredes (“Zarama, euskal rock and roll” , “Rock beroa zure gorputzarentzat”)
hasta el punto de merecer respuestas como “Zarama pesado” y en una labor más
sibilina, inspirada en las técnicas usadas por Malcolm McLaren con sus Sex
PIstols, realicé algunos artículos falaces, firmados con pseudónimo, sobre la
“nueva corriente rockera en la margen izquierda” en los que merecía “especial
atención” una increíble banda de Santurtzi de nombre Zarama. La revista “Ere” y
el boletín universitario de periodismo, entre otros, se tragaron el anzuelo. Cada
vez que me editaban una nueva apología, nos juntábamos en el piso y nos descojonábamos a rabiar. El efecto era doble: por un lado se iba escuchando hablar de
nosotros y por otro, nuestra autoestima crecía. En el fondo leer esas loas en letra
impresa nos gratificaba y nos espoleaba para cumplir esas expectativas antes de
que se descubriese que no éramos más que una cuadrilla de majaderos soñadores.
Los primeros años hicimos lo que pudimos, que no era demasiado. Animamos
alguna gala de fin de curso, algún patético “guateque”, nos presentamos al concurso
para noveles del Colegio Santa María de Portugalete –donde quedamos los
últimos– y salimos de espontáneos en el kiosko del parque, tras una actuación de
Koxka (que nos prestaron de todo). Aquel día mi santa madre se asomó de incógnito
a curiosear y perdió el conocimiento cuando me escuchó bramar frases ofensivas
dirigidas al ministro del interior (Martín Villa entonces). La mujer me veía ya
entre rejas.
Nuestro bautizo de fuego fue precisamente en Eibar. Nos apuntamos, fustigados
por Josu, a un concurso de cierto prestigio local organizado por “Radio
Juventud” en la discoteca Jai-Alai: Un buen día apareció con el recorte de periódico
en la mano y una propuesta insensata:
-“¿Vamos?”
Teníamos entonces unas siete canciones –canciones es mucho decir, dejémoslo
en tonadas–. Putre, a pesar de sus buenos propósitos había demostrado de sobra
su incapacidad para seguir un ritmo con la punta del pie –seguíamos sin batera
vaya–. Eramos de hecho, tres “guitarristas” y un “cantante”, ya que el puesto de
bajista aún no estaba decidido y nadie se resignaba al triste papel de Bill Wyman.
- “¿Vamos?”
Nuestras armas en la batalla eran: una guitarra acústica bastante presentable,
obtenida por Txus en su cumpleaños, otra española, en aceptable estado de conservación
perteneciente a Nekane, otra más, hecha un estropicio de tanto acompañar
a Josu en todas sus correrías y una especie de batería, construida con botes
de detergente y que no tenía nada parecido a pedales.
- “¿Vamos?”
-“Por supuesto, necesitamos tocar en directo, ya vale de pudrirnos aquí. Yo tocaré
el bajo esta vez, es una bobada, es lo más fácil que hay. De batera le propondremos
a alguien que tenga instrumento y ya está”.
A veces las cosas son así de sencillas. El jodido de Josu nos había metido el diablo
en el cuerpo. Se trataba de tocar dos canciones. Escogiendo un par de temas
sencillitos, quizá no sería tan difícil adaptarnos al equipo eléctrico o al menos, eso creíamos. Así que sólo teníamos un pequeño problemilla de nada: había que conseguir material eléctrico –tan solo contábamos con la guitarra y el ampli del
compa de Putre–, un lugar donde ensayar con él (el pisito de la abuela de Txus no
era a prueba de estruendos) y una batería con músico incorporado. Tirao.
Semejante panorama estuvo a punto de terminar con nuestros ilusos planes,
pero estaba escrito que acabaríamos concursando. Un buen día apareció también
por el local el batería de Crimen y Castigo, una banda de country de la localidad,
que rulaba por las discotecas de la zona. Lo traía –prácticamente de la oreja–
el Putre y lo cierto es que no le convencimos en absoluto. Le interpretamos en
exclusiva nuestras excepcionales e inspiradísimas composiciones y él se limitó a
levantarse, calzarse el casco de la moto y desaparecer encogido de hombros balbuceando excusas. Peor para él, por supuesto.
El propio Putre convenció finalmente a un amigo de la infancia –un tal Juan
Pablo–, que había tocado la batería en un grupete de efímera vida y ya no tenía ni
instrumento. Así que solo faltaba convencer a la organización para que nos dejaran
el bajo, la batería y una guitarra. En las bases del concurso se hablaba de una
“orquesta de acompañamiento al servicio de los artistas que así lo soliciten” y a
nosotros nos parecía de justicia, ya que otros iban a tener toda la orquesta a su servicio,contar con un par de instrumentos prestados.
A pesar del tiempo transcurrido, aún noto cierto rubor cuando recupero mi propia
imagen telefoneando al encargado de la organización y manteniendo una conversación
aproximadamente como ésta:
- “Necesitamos un bajo, una guitarra eléctrica con su ampli y una batería, de lo
contrario no podremos participar, lamentablemente nos han robado casi todo”.
- “Vaya hombre, qué faena. ¿No os han dejado nada en absoluto?”
- “Bueno, nos queda una eléctrica con su ampli y la furgoneta... la verdad es que
nos han hundido en la miseria”.
- “Venga, no os preocupéis, ya veremos lo que se puede hacer”.
Era, sin duda, un buen hombre. Un superviviente de los albores de la radiodifusión
a punto de jubilarse y relegado a tareas menores como la organización-presentación
del “Festival de Nuevos Interpretes”, un certamen en el que participaban
–por lo que pudimos comprobar– otras buenas gentes, casi todos solistas o dúos,
que trataban de superar los nervios para acertar con los arpegios y entonar baladas
de amor y cánticos a la vida ante un jurado que parecía el palco de honor del desfile
de la Victoria.
Aquel hombre, impresionado por nuestra desgracia e imaginándonos algo así
como Los Brincos que él tanto había adorado –según me confesó, quizás en un
afán por demostrarme su espíritu moderno–, se movió para solucionar nuestro
problema y a la vuelta de dos días me llamó:
- “Bueno, parece que algo se ha conseguido. Los músicos de la orquesta os prestarán
para la actuación la batería y una guitarra con su amplificador. Eso sí, me
han hecho prometer que los cuidareis. Respondo yo por vosotros”.
- “¿Y el bajo?”
- “Eso está más difícil. El bajista de la orquesta no quiere prestar su instrumento
sin conocer al músico que lo va a tocar...”
Un trámite rutinario, sin duda. Nada más conocer a Josu, cualquier bajista de
cualquier orquesta cuaternaria comprendería que es un gran honor que alguien
como él toque su insignificante instrumento, bien sea una vez en la vida.
Sólo nos faltaba el transporte y eso, como siempre que el asunto adquiría marchamo
de urgencia, fue cosa de Putre, que se sacó de la manga otro amiguete con
un todo terreno rescatado del ejército donde nos encajamos como piezas de un
puzzle los cinco “músicos” con el Putre y su recientísimo carnet de conducir al
volante.
Preparamos para la ocasión dos piezas: “Infernuaren Semea” (“Hijos del
Infierno”) y “Nahiko” (“Basta”), cuyas letras, como es de suponer, eran tan simples
como incorrectas. De hecho el grupo empezó cantando en un idioma que sólo yo
comprendía. A mitad de canción llegaba una frase en la que yo miraba a Nekane y
gritaba: “Arratoia Zaharra!” (“¡Rata vieja!”, mal dicho, ya sé). La tontería empezó
como una broma, pero a Nekane le hacía rabiar muchísimo. Me aseguró una y mil
veces que si se lo hacía en directo nos plantaría de la misma, lo cual, por supuesto,
incrementaba mis ganas locas de hacérselo. No era nada personal, simplemente
disfrutaba viendo lo furiosa que se ponía por una cosa tan tonta y me daba un
morbo terrible comprobar si sería capaz de abandonar el escenario en pleno
“show”.
Aquella fue, con toda seguridad, la peor actuación de toda nuestra historia (y a
fe que las tuvimos malas), pero al ser la primera, no sólo la recuerdo perfectamente
hasta los últimos detalles sino que además conservo un paradójico buen sabor
de boca al rememorarla.
Por supuesto llegamos tarde, lo que no era sino la premonición de algo que
habría de caracterizarnos –y torturarnos – durante todo nuestro periplo. Esto nos
impidió la posibilidad de probar sonido, lo cual, por un lado, fue una suerte porque
si nos ven, simplemente, coger los instrumentos, es probable que se lo pensa-
ran mejor. Lo cierto es que contábamos con ese pequeño “ensayo” para adaptarnos
al instrumental eléctrico y no pudo ser.
El amable maestro de ceremonias volvió a tragarse nuestras excusas cuando le
explicamos con entusiasta interpretación la mala racha que llevábamos: “primero
nos mangan los instrumentos y ahora pinchamos en plena autopista...”. Pero un
detalle parecía inquietarle. No quitaba ojo al chaquetón militar de Josu, adornado
para la ocasión con multitud de chapas y la enorme diana de The Who a modo de
dorsal.
Era, en efecto, una “sala de fiestas” por definición, con sus bolas de espejos, sus
asientos de “eskay” y su “reservado”. Todos los participantes fuimos amontonados
en un solo camerino donde simplemente no cabíamos. Eramos, como digo, los
últimos en llegar y todos aquellos artistas noveles estaban tan ajetreados que nadie
pareció reparar en nuestra presencia. Éramos como seres invisibles en un clima de
nerviosismo, afinación y puesta a punto donde no había sitio para unos Sex
PIstols de andar por casa –de hecho podría jurar que nadie en aquella sala los
había oído siquiera citar–. En aquella especie de camarote de los Hermanos Marx
entraban y salían niños endomingados, tipos maqueadísimos con elegancia de
camarero, muchachas con look Joan Baez y algún gordo folky con camisa de leñador
y tupidas barbotas. Se lo tomaban tan a pecho que estaban a punto de contagiarnos
su alteración de ánimo.
_ “Vámonos”
La orden taxativa fue de Putre.
_ “¿Vámonos?”
La incrédula pregunta fue de Juan Pablo, el batera de circunstancias, sencillamente
aterrado.
_ “Sí, vámonos, aquí no pintamos nada. Salimos, comemos algo, bebemos algo
y volvemos para actuar. ¡Venga!”
_ “Un momento, un momento. A mí me dijisteis que tendría batería y tiempo
para ensayar con ella. Qué pretendéis, ¿qué salga a tocar así, sin más?”
Putre posó un brazo amigo sobre su hombro y lo fue sacando de allí mientras le
explicaba lo inexplicable. Nos fuimos. Teníamos dos horas por delante antes de
comenzar el certamen y no era plan pasarlas en aquella agobiante agonía, entre
aspirantes a infarto.
Dimos con nuestros huesos en un acogedor garito donde vendían bocatas a
buen precio y sonaban a buen volumen Patty Smith y los Ramones. Nada más
sentarnos en una de las mesas, Josu abrió su chaquetón a modo de exhibicionista
y nos mostró su botín: una botella de whisky en cada ala. Josu nunca perdía el
tiempo. Así que pasamos aquel rato bebiendo y fumando, comiendo bocatas con
whisky y canturreando los temas para que Juan Pablo pudiera seguirlos golpeando
con las baquetas sobre una mesa.
Cuando regresamos a la “boite”, el portero se negaba a franquearnos el paso. No
se creía que fuéramos concursantes. No sé si por las pintas o por las idioteces que
decíamos, el caso es que no se fiaba. Tratamos de convencerle durante un buen
rato y finalmente fue Txus quien empleó el mejor argumento: “Bueno, es igual, nos
quedamos aquí fuera. Cuando nos anuncien y vean que no estamos, ya veremos a
quien le cae el puro...”
Nadie olvida su primer beso, ni su primer día de escuela. Tampoco nosotros, por
años que pasen olvidaremos aquella primera subida a un escenario, por muy sonrojante
que resulte recordarlo.
A pocos minutos del comienzo, la discoteca estaba ya atestada de un público
variopinto, compuesto en su mayoría por adictos a un programa de “peticiones
del oyente” que había repartido invitaciones a paladas. Había un denso ambiente
de fumeteo y cubata garrafal y se dejaba sentir también un amplio contingente de
parientes de artista, fácilmente reconocibles por la tensión de sus facciones
El escenario era raquítico y casi la mitad estaba destinado a la orquestina. A pie
de escena, seis sillas rojo-sacristía de lo más anacrónicas esperaban sus respectivos
culos de “juez”. Observado el panorama nos introdujimos de nuevo en los
camerinos, donde el ambiente era ya irrespirable. Ahora resultaba heroico encontrar
un metro cuadrado libre y los wáteres, además de ocupados, contaban con
sendas colas de concursantes pasados de vueltas. Los grasientos señores de la
orquesta se ajustaban unos a otros la pajarita con aire ceremonial. Recordé de
pronto que aún quedaban algunos trámites pendientes. Teníamos que hablar con
el “contrabajista”. Inicié una ronda de reconocimiento, tratando de descubrirlo
por intuición. Uno de aquellos encopetados músicos debía tener cara de bajista.
Me decidí por el más gordo, calvo y gafoso. En efecto, era él y su primera reacción,
como era de esperar, fue de incredulidad.
_“Pero vamos a ver, ¿me estas diciendo que vuestro bajista ha venido sin su instrumento?”
_ “Si, se lo robaron. La organización nos dijo que usted nos lo dejaría” mentí.
_ “¿Tú eres el bajista?”, me inquirió
_ “No, es él”
Señalé con el pulgar a Josu, que en ese momento aporreaba la puerta del servicio
ante el pasmo de los que esperaban. Nuestro batería ocasional se había mareado
y Josu trataba de ayudarle a poner su cabeza bajo un chorro de agua.
–“El instrumento es sagrado para un músico, supongo que ya lo sabéis”.
Esa frase lapidaria fue lo último que dijo antes de hacer una seña taxativa a sus
compañeros para salir de allí. Estaba escamado y no era para menos. Seguro que en
su larga carrera orquestal jamás se había visto en otra igual.
En esas estábamos cuando el amable presentador me llamó para completar
algunos datos. Yo no podía confesar que prácticamente nos estrenábamos en aquel
evento, así que me inventé un curriculum en el que habíamos tocado en varias
localidades dentro y fuera de Euskadi y habíamos quedado segundos en el concurso
de promesas que anualmente se celebraba en Portugalete. El hombre apuntó
con esmero de monje amanuense todos mis burdos embustes y me dio algunos
consejos que a punto estuvieron de romperme el corazón:
–“Es importante que al presentar sonrías al jurado, esta gente es muy detallista
¿sabes?, la música ligera no suele gustarles mucho, así que procurad no poner
muy alto el volumen...”
Hay cosas que sólo se justifican –y a duras penas– a ciertas edades. Aquel caballero,
movido por la simpatía y por un afán de apoyo hacia un grupo al que acababan
de robar sus instrumentos, estaba dando de comer a una serpiente y esa serpiente
era yo... por un instante me dí auténtico asco”.
Como éramos los únicos que portábamos amplificadores, decidieron que nosotros
abriríamos el certamen y así se evitarían excesivas interrupciones para subir
y bajar material. Así lo hicimos.
Salimos a escena y mientras mis compañeros iban ubicándose y enchufando aparatos,
el presentador dio comienzo al acto. Tras unas parrafadas protocolarias y los
agradecimientos de rigor, el hombre, tomándome del brazo en plan paternal, empezó
a declamar con engolado énfasis la sarta de sandeces que yo le había dictado.
Cada nuevo mérito atribuido era una nueva carcajada que se escuchaba de
fondo. Mis compañeros de fatigas, ignorantes por completo de mi previa conversación,
pensaban que el presentador nos estaba tomando el pelo. A mí en cambio
no me hacía ninguna gracia. Me sentía mezquino cada vez que el hombre me lanzaba
una mirada de satisfacción por haber “logrado” no-se-qué podrida mentira.
Eché un vistazo a mis tropas tratando de transmitirles moderación y lo que capté,
en esa leve ráfaga visual, fue otro flash espeluznante: Josu estaba aferrado al mástil
del bajo, el mismo objeto al que también se asía con decisión su legítimo dueño.
Me pareció que combatían por él en tenso silencio, mirándose a la cara desafiantes.
Cuando terminó aquel desesperante soliloquio de presentación, en el que sólo
nos faltaba haber tocado con los Beatles, volví a mirar hacia atrás con más miedo
que vergüenza y respiré: Josu era ya dueño del prehistórico instrumento mientras
su legítimo amo dibujaba el pasmo en su expresión y el sobresalto en la gota que
descendía por su amplia calvorota.
Así que la suerte estaba echada. Comenzamos la “actuación” y desde el principio
procuré poner el máximo de entrega. Atacamos “Infernuren Semea”, que tenía
un comienzo a base de “riffs” cortantes tipo “Honky Tonk Women”. Faltaba
empaste pero a trancas y barrancas el tema iba avanzando... de pronto recordé que
llegaba la estrofa clave. Tenía que girarme y vomitar en la cara de Nekane aquel
polémico “Arratoia Zaharra”. Tanto empeño puse en la ciaboga que resbalé en
aquel enceradísimo piso y un enorme búcaro de flores se precipitó sobre la mesa
del jurado. Nekane estalló en una sonora carcajada y no pudo tocar una nota más.
Ni siquiera nos dejaron interpretar el segundo tema. Eso sí, había un murmullo de
sorpresa entre los divertidos espectadores y –quizá lo más importante– era evidente
que saldrían de allí con algo digno de contar. La última frase que escuchamos,
antes de ser despedidos fue algo así: “chavales, os habéis equivocado de festival”,
la pronunció aquel buen hombre sin levantar la vista del suelo, mascando su
amarga decepción. No, no éramos los nuevos Brincos por descubrir.
Aquel día, por ejemplo, a pesar del aparente desastre, volvimos a casa eufóricos.
Nos sentíamos algo parecido a los soñados, mitificados Sex PIstols, creíamos
romper esquemas, sembrar diversión y si en realidad no fuera para tanto, al menos
habíamos vivido una experiencia mucho más atrevida y original que criar telarañas
por los amuermantes tascucios del pueblo: el asombro de aquel presentador
anacrónico, el revuelo de los jueces, la absoluta estupefacción de los miembros de
la orquestina... temas de conversación para toda la noche, páginas para el anecdotario de varios meses. Por cierto, Josu –según nos relató después– consiguió el bajo explicando delicadamente a su dueño, que la alternativa era estrellarlo contra su cabeza.
Nuestro primer “baterista” estable (y definitivo), tras algunos frustrantes intentos
fue Ernesto, incapaz entonces de cambiar el perpetuo txiki-taka que aplicaba a
todos los temas. Quedaba un tanto repetitivo, pero nadie le pedía más. Conocimos
a Ernesto en uno de esos festivales de instituto. El tocaba entonces con una pretenciosa banda local de nombre Némesis, que trataba de hacer “rock progresivo”
con un órgano “Farfisa” y títulos de canciones tipo “Energías Adyacentes” o
“Primavera Concéntrica”. Se lo propusimos porque sencillamente, lo hacíamos
con todo aquel que portara de vez en cuando unas baquetas en las manos. Ernesto
aceptó, supongo, porque le divertía nuestra inaudita película. Desde el principio
hubo un dato que nos admiraba: Ernesto solía lucir espléndidas compañías femeninas
a su lado y la práctica del sexo, en aquellos años de sofocante sequía adolescente,
no suponía mayores quebraderos de cabeza para el señor. Había tantas chicas
poniéndole a parir –“es un chulo y un creído”– como cediendo a sus encantamientos. Nuestras propias novias cantaban las excelencias de su bondad física. El
suyo es uno de esos casos raros de pubertad segura de sí misma en ese aspecto tan
borrascoso de la sexualidad. Un par de descaradas representantes del sexo opuesto
se encargaron de ponerle al día a muy temprana edad y le hicieron intuir que a
las chicas también les gusta, algo de lo que otros, tardamos mucho más en estar
seguros. El grupo habría de ser, con el tiempo un magnífico escaparate para él y la
batería nunca fue barricada suficiente para ocultarle.
Eran años aquellos de mucha agitación. La primera juventud nos coincidía con
la reciente muerte de un dictador longevo y todas las convulsiones sociales posteriores.
El rock & roll era todavía culto de raritos, modernos y presuntos drogadictos.
Las grandes masas se dividían entre lo netamente “standard” (Humberto
Tozzi, Víctor Manuel, Bonnie M...) o la alternativa subversiva, que en el caso de
Euskadi protagonizaban nombres como Urko, Gorka Knor, Pantxo eta Peio,
Gontzal eta Xeberri y un largo etabar. El diario “Egin”, entonces dirigido por
Mariano Ferrer publicó en su sección de cartas una animada polémica sobre si el
rock podía o no ser vasco y revolucionario... en nuestra línea de agitación y propaganda,
nosotros también participamos en el debate, con una misiva en la que, en
realidad, decíamos obviedades, lo alucinante era tener que sacar la cara al rock &
roll en 1977 (¡) y ante gentes supuestamente vanguardistas, ¿o es que acaso pensaban,
que todos esos cantautores que ellos veneraban carecían de influencias
“imperialistas”?
Nuestra incipiente banda tenía al respecto el corazón dividido. Por un lado éramos
aficionados al rock, y estábamos dispuestos a realizar grandes desplazamientos
para disfrutar alguno de los entonces escasos conciertos, pero por otro, los festivales
de cantautores euskaldunes ofrecían la excitación de bordear el peligro.
Hubo varios recitales disueltos a hostias por la Guardia Civil por la exhibición de
ikurriñas (hasta su legalización en el 77) o por gritar proclamas “separatistas”.
Hubo otros muchos –la mayoría– en los que no pasó nada pero se podía oler la
adrenalina. Corrían rumores sobre patrullas a punto de irrumpir o sobre la presencia
de infiltrados y los cantautores gustaban también de jugar a agitadores de
masas o si procedía a demagogos sedantes de los –por otro lado– justificadísimos
ímpetus populares. La música no nos entusiasmaba pero eran excitantes aquella
especie de misas colectivas donde abundaban los Kaikus, las barbas y las pegatinas.
Aunque la mayor parte de los congregados no sabíamos euskara, era preceptivo
memorizar el “Eusko Gudari”, el “Batasuna” –demasiado largo, sólo los muy
fervorosos eran capaces de cantarlo hasta el final– y el “Gernikako Arbola”. Era
muy curiosa también la retahíla de “goras” que constituían el obligado responso.
Existía unanimidad general para contestar entusiastas el “Gora Euskadi Askatuta”
y el “Gora Euskadi Sozialista”, pero curiosamente “Gora Euskadi Gorria” y sus
sucesivas derivaciones a la izquierda generaban respuestas desiguales cuando no
abucheos generales. Los “jaialdis”, en suma, eran bulliciosos, animadísimos,
repletos de chicas con las que enroscarse para canturrear a coro y en procaces vaivenes todos los salmos de la noche y encima se supone que eran arriesgados, subversivos,y hasta “históricos”.
El rock era otro mundo. Mientras Londres y Nueva York vivían el estallido punk,
que nosotros bebíamos ávidamente de revistas como “Disco Express” o
“Vibraciones”, la tendencia rockera mayoritaria de Pirineos para abajo era aquella
que predicaba la mayoría de edad de las corrientes musicales de los sesenta y por
tanto, su obligado desembarco en territorios más “cultos”. Como el público no
daba para más, los escasos conciertos mezclaban sin rubor las sinfonías indigestas
de Bloque con el paleopunk arrabalero de La Banda Trapera del Río sazonado
todo ello con cuantos “jazz-fussions” o “sinfónicos” tuvieran a bien descargar
sus luengos repertorios. El resultado final de esos escasos macrofestivales solía ser
penoso. Para cuando salía a escena el grupo que querías ver, el sueño y la melopea
habían dado con tus huesos en cualquier rincón meado del entorno y sus enérgicos
acordes sólo eran ya parte de la tortura.
No, el terreno no estaba aún abonado para un rock euskaldun a nuestro pleno
gusto. Los recitales de Itoiz en la primera época, así como los de Errobi o Niko
Etxart se producían a menudo ante una masa sentada, cuando no directamente
tumbada como ocurrió en cierta “Lekeitio Rock Gaua”. Nadie se tomaba en serio el
punk. La prensa diaria y las revistas del corazón usaban su estética disparatada
para rellenar páginas con artículos ridiculizantes en la línea: “mira estos ingleses
qué chorradas hacen”. Ni siquiera las revistas especializadas lo respetaban demasiado.
Aún conservo cierto número del “Vibraciones” de aquel 1977 en el que la
redacción de la revista se divide claramente entre quienes sienten curiosidad por
el movimiento punk y quienes lo consideran una broma.
A nosotros nos apasionaban Sex PIstols, The Clash, Ramones que eran tan
divertidos como los Rolling Stones o los Led Zeppelin y tan corrosivos como
los Jethro Tull pero añadían una característica arrebatadora: eran sencillos,
hacían una música directa, contundente, sobria, absolutamente alcanzable. Para
poder hacerla no se requería ser buen músico ni tener carísimos equipos: simplemente
había que tener huevos. Y ahí estábamos nosotros, tratando de sacar adelante
un sueño improbable, con las familias poco amigas de aventuras extraescolares
de dudosa catadura y las corrientes mayoritarias de pensamiento juvenil
escasamente proclives a simpatizar con rollos que les resultaban “degenerados”,
cuando no estúpidos. Aún estaban lejos los tiempos en que Euskadi se sembraría
de gaztetxes (squatters) y locales “punketas”. Los tascos “enrollados”, es decir,
aquellos donde hacían la vista gorda con los porros y pinchaban música “rockera”,
estaban entonces abonados a Eric Clapton, Led Zeppelin y compañía y como
mucho dejaban filtrarse a unos Police o a Patty Smith de vez en cuando. Ni que
decir tiene que esos locales eran los peor catalogados por las gentes de bien, que se
encargaban cada poco tiempo de denunciar “trapicheos” y lograr que la policía
hiciera aparatosas redadas que más de una vez dieron con nuestros huesos en
comisaría, con los consiguientes mosqueos familiares.
Las izquierdas tampoco veían bien esos “antros”, las corrientes mayoritarias
dentro de Herri Batasuna y Euskadiko Ezkerra y las entonces nutridas filas del
comunismo tradicional consideraban al unísono que la droga era un arma del
capitalismo para paliar energías revolucionarias juveniles, aunque claro, eso no
afectaba al alcohol, que además de formar parte de “nuestras costumbres asumidas”,
producía interesantes cajas en sus respectivas sedes.
Tampoco nosotros éramos ajenos al gran sarampión político de época. ¿Quién
podía serlo? En plenas fiestas de Santurtzi del 77, varios “incontrolados”, como les
llamaban entonces, dispararon sobre los manifestantes pro-amnistía –entonces
una inmensidad– matando a una mujer: Normi Mentxaka y dejando varios heridos.
En aquella manifestación estábamos Josu y yo y creo que aún no me he quitado
el susto del cuerpo. Era tal la sensación de impotencia, que sentíamos la necesidad
de “hacer algo”. Los más “concienciados” entre nosotros –Putre y yo– optamos
por EIA (Euskal Iraultzarako Alderdia-Partido Para la Revolución Vasca) dentro
de Euskadiko Ezkerra, más que nada porque contábamos con amigos militantes
y era lo que teníamos más a mano –después, por supuesto, nos hicimos “convencidos”–.
Era aquella una militancia repleta de charlas, reuniones y algunas
“manifas”. A la hora de las carteladas, curiosamente, casi siempre aparecíamos los
mismos pringaos, lo cual lógicamente, con el tiempo nos fue quemando y nuestras
apariciones se fueron espaciando.
Días paradójicos aquellos. El bar que frecuentábamos y en el que tantas redadas
anti-droga soportamos acabó reventado por una bomba de ETA y el piso de la
abuela de Txus donde ensayábamos apareció cierto día totalmente revuelto: habían
forzado la puerta, abierto todos los cajones y revisado hasta el último rincón
pero (¡) no robaron nada. Fueran quienes fueran los extraños visitantes, lo cierto
es que la familia de Txus se asustó y nos quedamos definitivamente sin local.
Un día Josu nos dejó. El funcionaba en todo a más revoluciones y no soportaba
nuestro lento caminar. Además, por ser el último en llegar, a él le había tocado ser
bajista y un catrocuerdas, por mucho carisma que tenga, no suele pegar los saltos
ni hacer los espectaculares molinos de Pete Townsend. Poco antes de abandonar
nos, eso sí, nos presentó a Javi, habitual entonces del “Delpho’s” una de las más
irrespirables discotecas de localidad. Javi era –y es– único. Había reconvertido una
guitarra española en un contrabajo y de él extraía todas las melodías que le gustaban,desde Status Quo hasta Bonnie M. No se trataba pues, del habitual guitarrista tocando el bajo a regañadientes, sino de un auténtico bajista vocacional.
Buena parte de lo bueno que pudimos hacer se debió a su gusto con el instrumento.
En aquel primer contacto a nosotros nos pareció un auténtico “zombi” y nosotros
a él le parecimos unos trastornados mentales. Un flechazo.
También Nekane nos abandonó y esto estaba más que cantado. A ella toda esa
épica del rock & roll que manejábamos le parecía un coñazo y nuestra constante
promesa de convertirla en la primera “rock star” de Euskal Herria nunca le conmovió
lo más mínimo. Su trayectoria posterior fue muy lamentable, como la de
tantos que en aquella época recibieron la lluvia de nuevas sustancias sin ninguna
información y muchas ganas de experimentar. Santurtzi además, siendo localidad
portuaria –el famoso “puerto de Bilbao” está en Santurtzi y en Zierbena, aunque en
las noticias se le llama “puerto de Santurtzi” sólo cuando decomisan droga o detienen
polizones– conoció el fenómeno muy pronto. Recuerdo ciertas reuniones de
universitarios de Euskadiko Ezkerra en las que desconfiaban cuando les hablaba
de muertos por heroína. Creían sin duda que les estaba exagerando la situación
para presumir de pueblo “duro”. No era así. Y lo curioso del caso es que entonces,
en aquellos últimos setenta, muchos de los que cayeron no eran, ni mucho menos,
hijos del paro y la marginación. Aquellos primeros yonkis eran chicos y chicas de
buenas familias, que habían ido a los mejores colegios e incluso habían viajado al
extranjero. El “caballo” de hecho, era muy caro. Después de tantos años de dictadura,
de represión, de oscurantismo, las compuertas del placer se abrían de par en
par para una generación, la nuestra, a la que llamaron el “baby boom”, hijos de un
tiempo en el que tener tres o cuatro vástagos por familia era lo normal, lo promocionado
por el Estado, lo que se vendía en películas de éxito como “La Gran
Familia”, hijos también de un tiempo en que todo lo bueno venía de fuera y cualquier
consejo preventivo era interpretado como fruto de la caspa franquista que
habían esnifado a toneladas nuestros padres y educadores.
Me sobrecoge recordar a tanta gente desaparecida, chavales y chavalas que simplemente
quisieron divertirse, probar, gozar de la vida y lo hicieron sin ese freno
de mano que algunos llevamos incorporado. Rostros que vuelven caprichosos a la
memoria, compañeros de clase infantil, de equipo de fútbol, de alguna aventura
remota, gente atrevida que en algún momento se despegó del pelotón –”Creéis que
todo tiene un límite, así estáis todos limitados” cantaban los Eskorbuto–. Algo
parecido ocurrió en aquel agitado periodo. Había auténtica hambre por disfrutar
de todas las leyendas que nos habían llegado sobre los movimientos juveniles de
los sesenta. Recuerdo las matinales de cine musical en el colegio Salesianos de
Barakaldo: Jefferson Airplane, Santana, Pink Floyd, los Rolling
Stones, grandes festivales con masas de jóvenes que se dirigían con desparpajo a
la cámara, que se sentían protagonistas de un tiempo importante. Después salíamos
a la calle y nos encontrábamos con la mediocre evidencia de un deprimente
domingo autóctono.
En el setenta y nueve Zarama era un cuarteto establecido aunque sin local propio
y con pocos instrumentos. Aquellas precarias actuaciones de instituto nos
habían permitido comprar algunos trastos de segunda mano con los que pudimos
completar un repertorio apañadito. Los locales de la “Gazte Etxea” (establecida
tras ocupar las oficinas de la antigua O.J.E., lugar de amargo recuerdo de Flechas y
Pelayos del franquismo) y el salón de actos del instituto permitieron una cierta
regularidad en los ensayos. Tres bandas poníamos lo que teníamos al servicio de
todos y así nos íbamos arreglando, eso sí, con los correspondientes mosqueos
sobre quién usaba y quién abusaba. Zarama siempre solía ser acusado de lo
segundo, ya se sabe que el rock es más sufrido que el “jazz” y el “sinfónico” que pretendían
hacer ellos y quienes más pagan el sufrimiento –especialmente en la etapa
originaria– son las cuerdas y los parches. El mundo de la música, en cualquier
caso, es muy proclive a las pequeñas envidias y mezquindades, “plataformas” y
“coordinadoras” duran muy poco porque siempre hay quienes piensan que les
toca pringar más de la cuenta y quienes se sienten tirando de un carro absurdo
cuando los “buenos” son ellos.
En aquellos ensayos del insti, se produjo el primer conato de milagro en nuestro
seno. Era una tarde soleada de junio, con el curso ya finiquitado y todo el
mundo había emigrado a disfrutar del naciente verano. No sé cómo pudo producirse
pero de pronto la tosca guitarra de Txus y el caracoleante bajo de Javi (un
pedazo aparato que pesaba un huevo) alcanzaron una atmósfera especial: había
tensión, inquietud, potencia... yo me veía obligado a sacar una melodía a la altura
de aquel torrente energético y salió. No sólo eso, Ernesto también se vio involucrado
en el reto y se sacó de la manga una batería a la altura de las circunstancias,
apurando al máximo sus limitaciones técnicas. Estuvimos horas sin apenas
hablarnos, sólo nos mirábamos para indicarnos tal o cual cambio. Anocheció y
seguíamos allí, dando otra y otra vuelta más a aquella armonía obsesiva, hipnótica.
Cuando llegó el conserje y nos mandó terminar, nos sentimos como si hubiesen
apartado bruscamente una nube bajo nuestros pies. Los cuatro éramos conscientes
de que allí, en ese preciso lugar, en esa tarde concreta, había nacido algo
especial entre nosotros, algo similar a lo que ocurre cuando una pareja redondea
un polvo de excepción.
Habíamos sacado el “Bildur Naiz” (“Tengo miedo”), un tema simple, con una
letra casi infantil, pero habíamos hecho algo mucho más importante: habíamos
nacido por fin como grupo con mayúsculas, como banda diferenciable.
“Egunaz, gabaz, arratsaldez,
Zeta eta jeep eta tanketagaitik,
ezin dut jan, hitzegin ere ez
ezin dut ezer egin, dardaratzen ari naiz eta:
Bildur Naiz”.
(De día, de noche, por la tarde,
por los jeeps, las zetas y las tanquetas,
no puedo comer ni hablar.
No puedo hacer nada, estoy temblando:
tengo miedo.)
Bien, no creo que nadie se plantee darme ningún galardón literario por esto,
pero, dejando a un lado la simpleza de una letra casi improvisada, “Bildur Naiz”
será siempre una de mis favoritas, de las que más me ponía en directo y la que, por
primera vez nos hizo creer a ciegas en nuestras posibilidades.

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