lunes, 4 de agosto de 2008

I EIBAR, JULIO 1984

Subidos sobre aquel escenario de madera, nos estábamos jugando las pelotas.
Llovían sobre nuestras cabezas diversas manifestaciones del odio: latas, escupitajos,
botellas y hasta algunas piedras de tamaños inverosímiles que aspiraban con
saña a impactar en lo más vulnerable de nuestras anatomías. Pensándolo así, en
frío, uno se pregunta qué carajo nos impedía salir corriendo de aquella pesadilla
antes de que alguno de aquellos proyectiles nos desgraciara.
Aquella furibunda marabunta juvenil estaba furiosa con nosotros, el peligro era
real y sin embargo, nunca, en ninguna de las múltiples actuaciones que tuvimos,
era tan importante seguir allí, dando la cara y manteniendo el tipo ante tanto
insulto y tanta mala hostia, que al fin y al cabo, nosotros –y especialmente yo– nos
habíamos esforzado en provocar. ¿Un suicida?, ¿un imbécil?, ¿un irresponsable?
Caben estas y otras muchas denominaciones para quien reconoce haberse ganado
a pulso semejante situación, poniendo en peligro su integridad física y la de sus
compañeros de batalla. La clave tampoco se haya precisamente en mi contrastado
valor. Siempre he sido una persona, pongamos, prudente y si hay un rasgo de mi
naturaleza que he tratado de superar ha sido precisamente el miedo, ese dispositivo
cabrón que impide disfrutar de tantas cosas en la vida: miedo a los perros guardianes
y a los “kinkis” en la infancia, miedo a las mujeres y a ciertos profesores en
la adolescencia, miedo siempre a la soledad, a la incomprensión, al desamor, pero
si alguno ha sido especialmente perenne, ése ha sido el temor a que me partan la
cara. Y mira por donde, en aquellos instantes, ni mis camaradas ni yo teníamos
miedo. Son esas escasas situaciones en la vida en que la norma se rompe sin explicación
aparente y sientes por unos momentos que no todo cae bajo el peso aplastante
de la lógica: la magia existe, también fuera de la ficción.
Hace ya años que el grupo se disolvió y es curioso, siempre que nos juntamos y
nos ponemos a rememorar momentos, pueden salir unos u otros, algunos que sólo
recuerda alguno de nosotros y otros que se van distorsionando con el paso de los
años, pero todos sabemos muy bien que aquel día fue “el día”, quizás el único inolvidable,
el único imprescindible. Aún hoy me despierto sobresaltado a media
noche, viviendo intensamente una pesadilla en la cual los asistentes en pleno a
aquel festival me revientan a patadas y puñetazos sobre el escenario o bien aquella
litrona sin estrenar que impactó en mi hombro se estampa con saña contra mi faz.
El cedazo del tiempo va separando el grano de la paja y una implacable ley del
embudo nos hace volver obsesivamente a aquella noche eléctrica de la plaza de
toros de Eibar.
Era un día de julio de 1984 y había viento sur. Nuestro primer elepé llevaba poco
tiempo en la calle y la respuesta obtenida, sin ser mala, distaba de nuestras expectativas.
Tuvimos muchos problemas con la grabación y lo cierto es que Indarrez,
se publicó tarde, demasiado tarde, lo suficiente para dar tiempo a la competencia
y coincidir en el incipiente mercado rockero vasco con dos trabajos muy potentes:
los primeros discos de Hertzainak y La Polla Records que acabaron teniendo
mejor acogida que el nuestro. Sentíamos que de alguna forma se nos había pasado
el arroz, incluso siendo aun más realistas, que nos habían comido la tostada.
Tan solo un año antes, en el 83, nosotros habíamos ganado por votación popular
el concurso “Egin rock” al mejor grupo de Bizkaia. Era el germen de aquello que
vino en denominarse “Rock Radikal Vasco”, hijo directo del movimiento “punk”,
que cambió de raíz el rumbo de la música vasca en los 80. Estuvimos en el pabellón
de Mendizorroza, en Gasteiz, compartiendo honores con los ganadores de los
otros herrialdes: Hertzainak, R.I.P. y Barricada. La verdad es que entonces,
las cosas no podían ir mejor. La idea original de concebir un grupo de rock’n’roll
de carácter urbano cantando en euskara empezaba a dar frutos inesperados. Si a
finales de los setenta, cuando empezamos a rodar, éramos objeto de burlas e
incomprensión, en los ochenta, de pronto, se nos empezaba a tomar hasta demasiado
en serio. La década comenzó con un dato determinante: el segundo premio
en el concurso “Euskal Musika 80”, celebrado en la localidad guipuzcoana de
Itziar. Eramos plenamente conscientes de que sería la última oportunidad, que
tenía que surgir algún revulsivo por algún lado o de lo contrario el grupo, como
tantos otros sueños juveniles, moriría de pura inanición. Y apareció el milagroso
certamen, que parecía diseñado a nuestra medida: segundo premio y grabación
¡bingo! A partir de ese momento todo eran noticiones: primer disco sencillo con
Discos Suicidas, Imanol Uribe nos llama para filmar un cortometraje, ganamos
la votación del “Concurso Egin” y quedamos segundos –después de Eskorbuto–
en otra que organiza Radio Popular, la prensa se interesa por esos chicos tan curiosos que cantan rock en euskara desde la margen izquierda del Nervión, nos empiezan a llamar para actuar ofreciendo pasta (!). Todo iba viento en popa hasta que
nos enfangamos con el servicio militar y la posterior grabación del primer álbum.
Sí, realmente, tirando del hilo, te das cuenta del enorme peso que pueden alcanzar
pequeñas decisiones en apariencia intrascendentes. Aquella noche irrepetible
de Eibar fue el fruto, la destilación final de toda una maraña de episodios que fueron armando una auténtica bomba de relojería.

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