miércoles, 6 de agosto de 2008

VI : EUSKAL MUSIKA 80

Llegó el año 80. Nos rondaba ya la veintena. La tontería estaba a punto de terminar.
Durante años habíamos soñado con triunfar en el rock & roll mientras tratábamos
de hacerlo compatible con novias, estudios y demás familia, pero el toro
estaba ya a milímetros de nuestros glúteos.
El setenta y nueve fue ya un largo año de crisis. Txus tenía de pronto toda una
familia que sacar adelante y nuestros esporádicos ensayos seguían dependiendo
de la generosidad ajena. Josu no soportaba tanta inactividad y un día decidió dar
el portazo. Javi, nuestro único músico entonces con algún nivel, empezó a tocar
con Eker, fugaz banda santurtziarra, adscrita al “euskal rock sinfonikoa”. Todo
parecía irse a mamar y a mí me llevaban los demonios. Nuestras escasas actuaciones
ya me habían convencido de que Zarama era una buena idea. Teníamos algo,
maldita sea. El público nunca quedaba indiferente, siempre dábamos que hablar,
podíamos ser cualquier cosa: torpes, desafinados, bocazas, vale, pero no éramos
un puto coñazo como tantos otros narcisos, empeñados en demostrar al mundo
los muchos solos que eran capaces de entretejer en hora y media. Yo estaba convencido
de que el rock kañero en euskara tenía futuro y que si no éramos nosotros
algún otro aprovecharía el filón.
Por si fuera poco se abalanzaba sobre nosotros la mili, en una época en la que la
objeción era prácticamente cosa de Testigos de Jehová. Necesitábamos un revulsivo
y el destino puso uno inmejorable en nuestro camino: “Euskal Musika 80”, un
concurso organizado en la discoteca “Mandiope” en Itziar (Gipuzkoa) destinado a
todo tipo de intérpretes euskaldunes.
En el 80, para situarnos, arrasaba Miguel Ríos con “Santa Lucia” y Village People
con “Can´t Stop The Music”. Ronald Reagan llegaba al poder prometiendo guerras
de las galaxias contra el peligro comunista. La televisión gubernamental, única
existente, tiene como estrellas “La Casa de la Pradera”, “Aplauso”, “Barrio Sésamo”
y “Fortunata y Jacinta”. La cartelera de cine ofrece títulos como “10, La Mujer
Perfecta”, “Fame”, “Kramer contra Kramer” o “El Imperio Contraataca”. En abril se
llevan a cabo las primeras elecciones vascas con el triunfo del PNV y la posterior
proclamación de Carlos Garaikoetxea como lehendakari. El Ford Fiesta es proclamado
coche del año y John Lennon es asesinado en Nueva York.
Si pensamos en los temas que preocupaban al mundo parece que hubiera pasado
un milenio. Nadie sospechaba entonces que el muro de Berlín tenía los días
contados y la tierra entera temblaba ante la posibilidad de una nueva guerra mundial
entre los dos grandes bloques hegemónicos: USA y URSS.
Antes del “Euskal Musika 80” tuvimos una nueva oportunidad para perder definitivamente
los ánimos. Nos presentamos a un concurso organizado por los
Cuarenta Principales en la discoteca Garden de Bilbao. En principio nuestra maketa
fue seleccionada para la final, con lo cual no empezaban mal las cosas... actuaríamos
junto a otros cuatro grupos en una afamada discoteca bilbaína, envueltos en
la dicharachera parafernalia radioformulera. Esta vez no terminamos en el último
puesto, ya que el jurado, muy atinado, optó por situarnos en el anteúltimo, justo
antes de una banda que entonces resultaba 100% alienígena: La Polla Records.
He de decir –con mezquino placer, vale– que los tres grupos que obtuvieron podio
fueron después muy conocidos en sus respectivas casas, especialmente a la hora
de comer. Este nuevo “fracaso” fue aún más doloroso porque en nuestro afán de
lograr un premio económico que nos permitiera cierta autonomía, cedimos en
nuestros principios y nos plegamos a unas normas bastante denigrantes. Una de
las canciones (había que presentar dos) debía de hablar necesariamente sobre el
coche Seat Ritmo. Nuestro “repertorio” original no incluía ningún cántico a la
velocidad, con lo cual y dado que aún no nos conocía casi nadie, decidimos cambiar
de nombre para la ocasión. Pretendiendo sintonizar con el espíritu de la emisora
nos pusimos “Txupete” y le compusimos un rockanroll clásico al dichoso
“Ritmo”. El regusto final fue mas agrio que nunca. En Eibar fuimos pura Zarama
y quedar los últimos era motivo de orgullo, en el “Garden” en cambio, habíamos
vendido nuestro alma al diablo a cambio de nada. Bochornoso. ¿La Polla
Records?, imagino que alguien se preguntará qué pintaban allí. Pues me temo
que sus motivos eran parecidos. En aquel año sólo les conocían en su pueblo y el
concurso sería una oportunidad para presentarse en Bilbao y tener una experiencia
divertida. Al “Ritmo” le compusieron un tema lento y obsesivo que se limitaba
a repetir la palabreja hasta el agotamiento y después jadear como si hubieran llegado
al orgasmo (bueno, pero masculino).
Por aquellas fechas, los “Muskaria Boys” (Roge Blasco y Oskar Amezaga) me llevaron
a Donosti a hacer unas entrevistas para la revista. ¡Qué mala leche pude acumular
Dios mío! El primer objetivo era una entrevista con Santi Ugarte, dueño de
un par de tiendas de discos y promotor de conciertos. El tal Santi estaba que se
salía. Acababa de lanzar a la Orquesta Mondragón y aspiraba a crear toda una
escudería de grupos donostiarras a la conquista del imperio. El lo llamaba
“Donosti Sound”, una especie de réplica a la “movida” madrileña de características
muy similares. Los grupos Puskarra, Asko, Mogollón, UHF... sonaban poperos
y hablaban de cosas amables, lo cual a mí me parecía insoportable. ¿Qué estaba
pasando?, ¿Ahora todo el mundo quería ser Alaska? En Euskadi no podíamos
seguir esa moda, y mucho menos con un nombre como Puskarra (pedo). Visto
con cierta perspectiva, yo creo que lo que más me jodía en realidad era la sospecha
de que era imposible sacar un grupo adelante sin alguien como Santi detrás. Santi
era entusiasta, charlatán, bien relacionado y –sobre todo– dispuesto a inyectar
pastaza gansa en todos sus proyectos. Para terminar de joderla, aquella misma
tarde conocí a los Negativo. Ellos eran justo la otra cara de la moneda: kañeros,
drogotas, descarados... y sin padrinos. Musicalmente hablando a mí me parecieron
mucho mejores, rulaban en torno al mítico “Huerto”, emblemático local que
ETA voló en su día porque se vendía “droga” y su “lead guitar” era Angel
Altolaguirre, que con el tiempo se haría figurín de la “movida” y productor de
nuestro primer álbum.
Tras lo hasta aquí relatado no será difícil deducir que mi artículo en “Muskaria”
sobre el “Donosti Sound” no fue precisamente un decálogo sobre “cómo ganar
amigos”. Si, se mosquearon bastante. Gregorio Gálvez, toda una institución de la
radio musical donostiarra escupió frases de desprecio hacia esa revista “bilbaína”
y ese “supuesto periodista musical” que era yo. Pocos años después, cuando hacía
la mili en Donosti, dos miembros de Mogollón me entraron desafiantes pidiendo
explicaciones pero para entonces el fracaso del “Donosti Sound” era ya tan clamoroso
que sobraba cualquier comentario.
Pero aquel periplo donostiarra tuvo un tercer destino: Joseba Zulaika, organizador
(junto a otros) del “Euskal Musika 80”, un certamen organizado en Itziar
(Gipuzkoa) con pretensiones de constituirse como el gran referente de la nueva
música euskaldun. El póster anunciador mostraba a un aizkolari (leñador) cuyo
hacha se transformaba progresivamente en guitarra eléctrica. Había que presentar
dos canciones en directo y los dos primeros clasificados en cada modalidad
grabarían en un disco colectivo.
Aquel póster, que situé justo enfrente de mi cama, calentó durante largas horas
mi sesera... ahora o nunca... ¿cuántos participantes podía haber en la categoría
rockera? En 1980 en rock euskaldun tenía muy pocos representantes, no podría
haber tanta competencia. Recuerdo que Txus y yo nos fuimos una mañana de
domingo hasta Basauri para disfrutar lo que se anunciaba como primer “Festival
de Euskal Rock”. Ahí estuvieron los Indar Trabes (después Itoiz), Jeiki (de
Eibar, aún andan por ahí), Koxka y Errobi (cuando eran dúo). Ninguno de ellos
hacía lo que nosotros llamábamos rock & roll. Estaba claro... había un hueco por
llenar y estábamos llamados a hacerlo, pero no, no éramos los únicos.
Sabedores de que aquello era el último cartucho, nos lo tomamos a pecho.
Alquilamos equipo y lonja a un grupo “country” del pueblo. Ellos tenían de todo,
pero andaban un tanto parados y apenas ensayaban. Fue la ocasión ideal para
machacar instrumentos de verdad y bordar hasta el límite de nuestras posibilidades
nuestras dos perlas: “Urrezko Hondartza” (que evocaba un polvo playero que
nunca existió) y “Bildur Naiz” (que evocaba un acojono que existía a menudo). Sólo
nos faltaba un poco de suerte.
La primera ronda clasificatoria –había dos fases– la vivimos en un clima de total
camaradería. Existía la seria posibilidad de que no volviéramos a pisar un escenario.
Si al final nos decían “muchas gracias pero otra vez será”, como venía siendo
habitual, aquello sería el fin de la ilusión, más nos valía pasarlo bien, aunque sólo
fuera en honor a los sueños vividos. Aquel sábado desapacible de diciembre, no
había demasiada gente en la discoteca, nuestros rivales en la fase rockera eran
todos verbeneros reciclados y por mucho que lo intentaran disimular, destilaban
un tufo a rutina difícil de erradicar. Mi mayor temor residía en mi enclenque
“dominio” del euskara. Antes de salir me repetí a mí mismo unas cincuenta veces
la frase que me había dictado mi profesora del euskaltegi: “Zarama taldea gaituzue
eta Santurtzitik etorri gara rock gogorra egiteko” (“somos el grupo Zarama y
venimos de Santurtzi para hacer rock kañero”)... sudaba la gota gorda cada vez que
lo repasaba... cuando llegó el momento de salir, la euforia del momento me arrastró
y simplemente me salió “Zarama Taldea, Gora Santurtzi!” (“¡Grupo Zarama,
Viva Santurzi!”), que fue, intuyo, bastante más efectivo para calentar el ambiente.
El jurado, compuesto por críticos musicales de Bilbao y Donosti nos clasificó sin
dudarlo para la final. Estuvimos flotando de placer toda la noche. (Vienen a mi
mente las notas de “So Long” de los Fischer Z que suenan mientras bailamos
haciendo bobadas, con toda la pista para nosotros).
La final fue otro cantar. Aquello era demasiado bonito para ser verdad. En nuestras
ilusas fabulaciones estábamos casi convencidos de que en toda la zona euskaldun
a nadie se le había ocurrido formar una banda rockera kañera... y una mierda.
Roge Blasco, que había hecho de jurado en otra eliminatoria, ya me había prevenido:
“hay unos de Legazpi, que se llaman Ziper que igual os ganan”... era como
escuchar al espejito mágico del cuento: “Blancanieves es más bella que vos, majestad”.
Si Roge decía eso por algo sería... En la final estábamos tres bandas y sólo grabaríamos
dos. Los terceros en discordia eran unos bilbaínos que practicaban jazzrock,
pretenciosa etiqueta muy en boga por aquellos años. En realidad no sabían
nada de euskara, pero no les hacía falta, sus temas eran instrumentales y tan sólo
cambiaron el título de canciones que originalmente eran en castellano. Como además
se llamaban Zen, nombre que vale para un roto y para un descosido pues miel
sobre hojuelas.
Aquella jornada no tuvo nada que ver con la primera. Esta vez la discoteca estaba
repleta y todo el mundo andaba nervioso. Ernesto se metió un copazo de coñac
entre pecho y espalda después de ver el ensayo de Zen (que tenían un batería
soberbio) y dejó la copa vacía sobre la primera superficie lisa que pilló a mano.
Resultó ser el estuche de guitarra de los virtuosos jazzeros y el músico en cuestión
se puso hecho una furia al contemplar los daños irreversibles ocasionados por ese
oprobioso círculo etílico sobre el sarcófago de su joya. Tuvimos una desagradable
bronca de aperitivo. Llegó el momento de nuestro ensayo y una bola imparable de
problemas nos colocó al borde del infarto. Misterios del rock & roll. Estábamos en
el mismo escenario y con idéntico equipo que en la fase previa. El técnico repetía
y la mesa de mezclas también... ¿por qué entonces todo sonaba como el culo? El
talante de Txus, no especialmente flexible, complicaba aún más la cuestión. El
pedía más volumen en el escenario y el técnico –todos los técnicos– le rogaban
menos volumen en el ampli para poder subir monitores sin producir pitidos. Txus
bajaba, sin convicción alguna, medio milímetro el botón de su volumen y seguía
haciendo ostentosos gestos para que subieran monitores mientras aporreaba la
guitarra... el resultado final solía ser:
1: Txus de mala hostia.
2: El técnico cagándose en lo mas barrido.
3: La banda nerviosa desesperando a Txus.
4: El Putre nervioso desesperando a todos.
5: El resto de la banda con poco tiempo para probar.
6: El sonido hecho un asco.
7: Todos mosqueados un buen rato.
En verdad, en verdad os digo que si hay algo odioso en el mundo del rock son las
largas, ruidosas y problemáticas pruebas de sonido, que además, nunca garantizan
un resultado realmente bueno (y menos en festivales colectivos en frontones
cubiertos, como fue nuestra especialidad).
Así que nos fuimos a un bar. Estaba claro que teníamos que abandonar aquella
espesa discoteca cargada de electricidad y malas vibraciones. Lo que vimos, nada
más entrar en el primer tasko que encontramos, fue desolador. Allí estaban los
Ziper, melenudos, vestidos como auténticos rockeros, empujándose y gastándose
bromas en euskara, riendo a carcajadas. Emanaban un envidiable espíritu de
camaradería que nos hacía aparecer, en nuestro cabreo, como unos patéticos botarates.
Entre ellos brillaba con luz propia la figura del cantante, Iñaki
Garitaonaindia, más conocido como Gari, que con el tiempo habría de ser el monstruo
escénico de Hertzainak, nuestra pesadilla.
Ellos ya nos conocían, por algún artículo en la revista musical “Muskaria” y nos
entraron con aires abrumadoramente campechanos. Supongo que en aquel primer
contacto se quedaron un tanto pasmados. Primero constataron que nuestro
euskara, el mío para ser exactos, no daba para grandes disquisiciones, después
comprobaron que nuestros conocimientos sobre marcas de amplis, motos y guitarras
eran también mermados. Para rematarla nuestras pintas, moderadamente
“luctuosas” para la ocasión, pero nada espectaculares, contrastaban con su colorista
culto a las trazas rockeras, a medio camino entre los Rolling y el Heavy.
Tras el sorteo abrieron fuego los Zen, demostrando una destreza instrumental
rayana en lo acrobático que, como era de esperar, engatusó al jurado. Salieron después
los Ziper y el alma se nos cayó a los pies. Eran buenísimos. Tenían una puesta
en escena arrolladora y unas canciones flipantes. Acurrucados en un oscuro
lateral del escenario, nosotros nos mirábamos de vez en cuando sin mover un músculo
facial, sin pronunciar palabra... esa era nuestra última oportunidad y aquellos
casheros del Gohierri nos iban a “robar la cartera”.
Y nos llegó el turno. “La suerte ayuda a los audaces” decían en la antigua Roma
–es prácticamente la única frase que se me quedó grabada en las pesadas clases de
latín–. Nosotros la tuvimos. El “Urrezko Hondartza” que era una balada, nos quedó
aparente, sin más, pero me dio la sensación de que todo el mundo agradeció de
pronto algo melódico y sosegado. Cuando los esfínteres del personal se habían
relajado, metimos de pronto el “Bildur Naiz” y al de las luces, que nos había observado
durante la prueba, se le ocurrió la brillante idea de meter el “flash” a todo
trapo. Aquella atmósfera oscura y taquicardica en la que apenas se nos adivinaba,
era perfecta para el panorama agobiante de tanquetas y hostias policiales que
Flores en la basura 67
plantea la canción. A pesar del acelerón que llevaba encima, yo notaba, entre los
fogonazos, caras de asombro, de incredulidad. Estábamos conectando brutalmente
con la audiencia en unos días en los que había revueltas por la calle cada dos por
tres. Estábamos logrando la máxima aspiración de cualquier artista que se precie:
comunicar sensaciones en toda su intensidad y además en tiempo real.
Hicimos, en resumen, la mejor actuación posible y el jurado, un tanto perplejo,
tardó lo suyo en decidirse. Al final, y tras largas deliberaciones decidieron dar el
primer puesto a los Zen y el segundo a nosotros. Ziper se quedaría fuera de la grabación.
Por lo que pude investigar después, nuestro punto de originalidad fue el
factor decisivo aunque hubo un miembro de la mesa que se levantó indignado y
salió dando un portazo, “vamos a premiar a unos paranoicos” fue lo último que
dijo. Aquella fue una noche agridulce. Nos dolía en el alma ver la desolación de los
legazpiarras porque ellos merecían grabar. Ni que decir tiene que los Zen se convirtieron en los malos de la película y entre las dos bandas restantes se creó un
clima de buen rollo que derivó en loca noche de hermanamiento.
Nos conjuramos para volvernos a ver y lo hicimos en una fase de la vida en que
estas promesas pueden hacerse realidad. En el verano del 80 Javi Losa, Ernesto y yo
(junto a Laiki, que se apuntaba a todas) visitamos su caserío y poco después Gari y
Txiki –el que les llevaba las movidas– nos devolvían visita. Legazpi nos sorprendió.
Parecía una prolongación de la margen izquierda. Hicimos la entrada en el
pueblo por la zona fabril, monocultivo de un tal Patricio Etxebarria, durante décadas
gran cacique local: inmensas factorías, sirenas, obreros serios y una carretera
polvorienta de acera diminuta. El destino haría que Legazpi acabara siendo uno de
mis pueblos más frecuentados y la verdad es que ahora, a pesar de la crisis industrial,hay mucho más ambiente que entonces. En el 80 era un pueblo mortecino y
los Ziper echaban pestes al respecto. De hecho por eso se hicieron moteros.
Atravesaban los montes de la zona con una destreza increíble y nosotros, supuestos
tipos duros de ciudad, íbamos de paquete con más miedo que vergüenza y tratando
de que no se notara el castañear de dientes.
Tenían alquilado un caserío que se nos hacía la viva imagen del paraíso. Allí
ensayaban, allí llevaban a sus conquistas y allí montaban largas tertulias animadas
por estimulantes naturales que ellos mismos conseguían en el monte. En una de
esas tertulias hizo aparición el batería, que andaba más por libre porque tenía
novia formal. Quería plantear el derribo definitivo de la banda y el reparto de los
restos. Recuerdo aquel momento como algo realmente engorroso. Ellos, desmoralizados
por el fracaso del festival, estaban haciendo el acta de defunción delante de
nuestras narices, de las narices de quienes, en cierto modo, les estaban mandando
a la cuneta. Pero lejos de cualquier distancia los Ziper se portaron como camaradas de toda la vida y nos dejaron el listón muy alto.
Días más tarde teníamos que devolverles la hospitalidad. Vinieron en una sola
moto Gari y Txiki. ¿Qué cojones les íbamos a ofrecer nosotros en Santurtzi?
Conseguimos, eso sí, alojarles en una casa que tenían los colegas de Bahía de
Kotxinos con los que también tocaba Ernesto. Estábamos convencidos de que
Santurtzi les parecería feo y lúgubre pero no fue así. Como suele pasar a menudo,
muchos detalles que para nosotros eran pura rutina a ellos les resultaron arrebatadores:
El tren lleno de pintadas, marinos de variados confines dando tumbos por
los bares, antros donde se podía bailar rock & roll y fumar de todo sin excesivas
restricciones y además, la suerte añadida de coincidir con las fiestas de Portugalete
y su trepidante “bajada” de San Roque, donde no pararon de reír.
Dos días después de su marcha sonó el teléfono de mi casa. Era Txiki. En el camino
de vuelta la moto se había salido en una curva y se fueron a estampar contra un
árbol. Estaban vivos de milagro. Txiki se rompió algunos huesos pero Gari tenía
para largo. Un tortuoso periplo hospitalario y un sinfín de operaciones marcarían
sus próximos meses. Sus padres decidieron que abandonara esos ambientes y lo
metieron a estudiar en el internado de Izarra (Araba), colegio opusiano de elite
donde los haya, a pocos kilómetros de Vitoria-Gasteiz. El rock euskaldun, nunca se
lo agradecerá lo bastante.

1 comentario:

ZEN dijo...

Plas, plas, plas. Qué bonito, Roberto Moso. Muy nostálgico de aquellos maravillosos años. Has mencionado anécdotas que ni yo recordaba. Lo que sí recuerdo muy bien es que aquella tarde ganamos nosotros. Y desde entonces, el trofeo del Euskal Musika ’80 luce en mi salón, no veas que orgulloso me sentí y me siento de él...

¿Quién te has creído que eres para ridiculizar a Zen? Lo que tu llamas “acrobacias”, como si hablaras de unos payasos de circo, se llama virtuosismo, algo de lo que tú no has oído hablar ni en sueños. Y aquella noche triunfó el virtuosismo por encima de la mediocridad. Por si fuera poco te mofas del jazz rock... Supongo que eso se os quedaba lejos a ti y a tus colegas, ¿no es eso? Es que, puestos a criticar, ¡criticas hasta el nombre de nuestro grupo!
¿Qué quieres que te diga? Creo que la envidia te corroe. No podía ni imaginar que aquella derrota te hubiera sentado así de mal, y lo que es peor, que te haya perseguido durante 36 largos años. Mira que ha llovido desde entonces...

No es la primera vez que me encuentro un artículo tuyo con tan mala uva dentro... No sé si tienes rencor por no haber visto a Zarama más arriba de lo que te hubiera gustado. Tú sabrás. Ni lo sé, ni me importa. Y por supuesto, no te consiento que te burles de nada que yo haya hecho.