Cuando el rock & roll se queda en rock & roll acaba siendo un coñazo. Por muy
impactante que resulte al principio, el esquema ese de guitarra-bajo-batería-voz,
con todos los aditamentos que se le quieran añadir, sería terriblemente chocante
en los sesenta, pero pasado el tiempo tiende a resultar tan repetitivo como los
Camilosextos de turno.
Hay que hacer algo digno de ser contado, hay que alimentar la leyenda o al
menos intentarlo. Zarama sorprendía lo suyo al principio, cuando nadie había
visto rock en euskara con tacos y cortes de mangas, pero después nos tuvimos que
estrujar la mollera para montar números extra musicales, cuantos más mejor.
Siempre hay quien defiende que lo único importante es la música, pero, por ejemplo:
¿quién conocería la obra de TheWhos si no hubieran impresionado al mundo
con aquellos espectáculos caóticos en los que destrozaban el instrumental?
¿Quién habría escuchado a Jimi Hendrix si no hubiese estado en boca de todos
porque quemaba la guitarra? ¿Quién recordaría a los Sex Pistols sin su show
anti-queen sobre el Tamesis?
Nuestras ocurrencias no siempre fueron afortunadas. En cierta actuación, en el
frontón de Lumbier sembramos el escenario de bengalas y el encargado de accionar
el encendido se equivocó. Interpretó mal una señal mía (que no iba dirigida a
él) y los fuegos artificiales –que no habían sido probados– estallaron de pronto sin
ningún sentido ni control acojonándonos a todos. La imagen de unos “duros rockeros”
asustándose por las explosiones fue patética. Protagonizamos un espectáculo
de humor, pero sin querer.
En nuestro décimo aniversario, en 1987, nos contrataron para actuar en fiestas
de Bilbao junto a Hertzainak. Estuvimos dándole vueltas a la cabeza durante
horas, aquello no podía ser una actuación más, debíamos dar la nota, marcar las
diferencias con ellos. A alguien se le encendió la bombilla: “¿cumpleaños? = ¡tartas!”...
compramos varios kilos de nata, una enorme bolsa de guindas y un molde:
hicimos doscientas cincuenta tartas artesanales, una por una y las situamos con
su correspondiente bandeja de cartón sobre unas baldas construidas para la ocasión
en la furgoneta. Mientras sonaban los últimos acordes del show daríamos
paso al “numerito”. Consistía en lanzarnos unas tartas a la cara entre nosotros y
después involucrar al público hasta montar una orgía de pasteles voladores, esa
que todos hemos soñado en la infancia. Fue genial. Hubo un momento sublime en
el que la nata volaba en todas direcciones pringándolo todo a su paso. Se superaron
todas las previsiones. Cuando terminó el concierto había largas colas en los
bares de los alrededores para quitarse el pringue y en todas ellas se partían de risa
recordándolo. Lamentablemente no fueron de la misma opinión los dueños del
equipo ni el promotor que nos contrató. Hubo histeria, gritos, acaloramiento, promesa
de hostias y lo que es peor: no volvimos a actuar jamás en fiestas de Bilbao.
La nata hizo estragos en los aparatos eléctricos. Una putada, pero os juro que
mereció la pena.
Mucho más lamentable fue cierto “día del estudiante” en Trintxerpe. Se nos
ocurrió la brillante idea de acumular sobre el escenario una pila de viejos libros de
texto y en cierto momento de clímax lanzarlos al público para que los destrozaran.
El comienzo no fue malo, los libros volaban en parábola y aunque los rostros, más
que gozo transmitieran confusión, al menos algunos brazos sueltos saltaban para
cogerlos. De pronto me hice con un pesado diccionario de Latín, que ya en su día
odié con todas mis fuerzas y traté de lanzarlo muy alto y muy lejos. Mis dedos
sudorosos me jugaron una mala pasada: el volumen salió disparado a gran velocidad...
pero directamente hacia la primera fila, donde impactó de lleno en el hocico
de una pobre chica despistada. Su nariz manó abundante sangre y lo que es peor,
ella perdió el conocimiento y hubieron de sacarla a la calle formando un dificultoso
pasillo entre los congregados. Nos quedamos tan afectados que el resto del recital
fue un puro despropósito. También el público se enfrió varios grados, tras comprobar
que aquellos anormales que saltaban sobre el escenario podían agredirles
de la forma más gratuita e incomprensible cuando menos lo esperaran.
Pero también hubo iniciativas afortunadas. En unas fiestas de Santurtzi nos disfrazamos de sardineras con salla y todo. La imagen de Tontxu dando saltos con
aquellos faldamentos será difícil de borrar. El mayor problema radicó en la frontal
oposición de Txus a “hacer el ridículo” delante de sus hijitas, algo que ninguno de
nosotros –entonces sin compromisos familiares– podíamos comprender.
Otras afortunadas ocurrencias: Salir a escena impecablemente vestidos de frac,
indumentaria de la que nos íbamos despojando canción tras canción hasta quedarnos
en calzoncillos, salir con Kaiku y Txapela interpretando una bilbainada,
comenzar el “Agur Betirako” al toque de “diana”, que yo interpretaba con una vieja
“turuta” que encontré por casualidad en un viejo almacén, instrumento que luego
arrojaba contra el suelo para después pisotear con saña... Cuando hubo tiempo y
ganas para preparar un chou, los asistentes lo solían agradecer y la actuación funcionaba a las mil maravillas.
Hubo veces en las que la sorpresa surgía sin pretenderlo. En cierta ocasión creí
morirme del susto cuando me giré, en medio de una sentida interpretación y a dos
palmos de mis narices se me apareció un policía nacional, pertrechado de antidisturbios...
había amenaza de bomba y entraban a desalojar... los únicos que se
movieron de allí –y rápidamente– fueron ellos. Peor terminó cierto concierto en la
plaza de Sestao. Había huelga de basureros y el pueblo apestaba como si estuviéramos
tocando sobre una enorme vomitona. Una cuadrilla de kamikazes se dedicó
a tirar basuras contra la fachada del ayuntamiento (que pillaba muy cerca) y prenderlas fuego. La fiesta terminó en batalla campal.
Nuestra espuela, seamos francos, tenía un nombre muy concreto: Hertzainak.
Ellos nos habían desbordado con creces a raíz de su primer álbum-bomba y a nosotros,
que habíamos pasado a un segundo plano, nos producía un malsano disfrute
ponerles altísimos listones en directo. Lo de Hertzainak era siempre previsible.
Superados los primeros tiempos locos en los que hacían gaupasas después de
cada espectáculo, se fueron convirtiendo en un grupo 100% profesional, sin margen
para el error o las sorpresas. Para nosotros, cada nuevo cartel compartido –y
los hubo a cientos– era un reto a la imaginación. Había, eso sí, una asignatura pendiente que no sabíamos cómo aprobar: destrozar los instrumentos. Cada nuevo
desafío Zarama-Hertzainak, alguien volvía a fantasear con la posibilidad para
al final volvernos a dar de narices con la evidencia: no se pueden destrozar los instrumentos sin cargarte a la vez el futuro de la banda. Se barajaron infinidad de
alternativas: comprar material de saldo en el rastro sólo para romperlo, hacer una
simulación con instrumentos de goma espuma... No, es evidente que el salvaje
ritual que en su día protagonizaban los Who, Yardbirds y el mejor Jimi Hendrix
debían ser caóticos, arrolladores y decididamente reales. Como en tantas otras
ocasiones, el asunto se puso encima de la mesa ante un inminente “derby”: fiestas
de Portugalete, esta vez al aire libre en el conocido como “parque de los monos”.
Con el entusiasmo de los recién llegados Joseba, el teclas, el del libro de chistes,
acometió una vez más, la incordiante materia:
–“Tendríamos que romper todo el instrumental, en plan Los Who”...
Suspiro general. A todos nos cagaba volver a enfrentarnos con la evidencia pero a
Tontxu mucho más. El llevaba varias actuaciones reprimiéndose de romper la guitarra
durante el apogeo final de “Bildur Naiz”. Estaba demasiado reciente en el
tiempo la fecha en la cual, animado por una ingesta etílica superior a la habitual,
le había propinado un golpe considerable contra el monitor. El balance no pudo
ser más lamentable: su preciosa Fender Stratocaster con dos costillas rotas y el
público frustrado escupiéndole a rabiar por “acojonao”–no la había destrozado del
todo–. Aquel rapto de “autenticidad” le mantuvo durante semanas destripando su
preciado tesoro para volverlo a armar y comprobar entre juramentos que “sigue
sonando raro, joder”...
–“Yo estoy dispuesto a romper un teclado...”
El comentario, con vocación de órdago, nos hizo levantar ligeramente las cabezas.
Ninguno de nosotros conocía tal experiencia... había que reconocer que al menos,
era original... Como era habitual, Txus aportó el realismo brutal:
–“Ya, y luego ¿con qué tocas? ¿con un dorremí?”
Un dorremí, el juguete de moda en nuestra tierna infancia, una especie de órgano
“de soplar” que terminaba convertido en un repugnante mar de babas. Txus,
una vez más produciendo descojono general. Pero Joseba nos había inoculado una
imagen sugerente en la cabeza: El teclista destrozando su instrumento. Merecía la
pena detenerse un rato en la sugerente idea... Evidentemente Joseba no era tan cretino como para hacer añicos ninguno de sus preciados “módulos” pero todos sabíamos
que había una alternativa tentadora a muy pocos metros de donde nos
encontrábamos... el viejo “Farfisa” de Julen.
–Julen hace mil años que se olvidó de ese puto cacharro... aventuró el Putre.
–Pues a mí ya me suele preguntar por él, repuso Javi.
Es cierto, el Farfisa estaba hecho polvo, abandonado a su perra suerte en un rincón.
Pertenecía al tío sacerdote de nuestro amigo Julen, que en sus tiempos hacía
misas “ye-yes”. En su día, Julen hizo una prueba para tocar con nosotros algunos
pasajes pero ni sus dedos ni su instrumento nos habían convencido. Hacía ya años
de eso. Desde entonces su Farfisa cumplía la misma melancólica función que aquel
arpa en la poesía de Adolfo Bécquer:
“Del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
cómo el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!”
Julen no estaba particularmente añorante de su trasto. Si hablabas largo rato
con él era probable que te lo recordara, pero nunca con excesivo énfasis, más bien
daba la sensación de que esperaba una nueva oportunidad para unirse a nuestras
filas. La tonta idea inicial encendió un reguero de pólvora, todos fuimos añadiendo
idioteces a cuál más insensata. Imaginamos teclados ardiendo, aplastados
bajos los saltos de Tontxu, arrojados al público... La mayor parte de las propuestas
eran irrealizables. La experiencia de las tartas nos había enseñado que una brillante
y exitosa iniciativa podía tener consecuencias indeseables. Finalmente llegamos
a un esbozo bastante apetecible:
–“Cuando llegue la parte instrumental de “Bildur Naiz”, Tontxu queda solo en el
escenario punteando en plan lead guitar, con una luz cenital sólo para él. De pronto
se quita la guitarra, la toma por el mástil y la alza en ademán de romperla... hace
un par de amagos y en lugar de golpearla –cómo el otro día– se la vuelve a enfundar
y da un corte de mangas al público, cómo diciendo que no la rompo, coño y se
va por un lateral. Entonces, cuando empiecen a protestar y a tirar lapos, Joseba
toma el Farfisa, lo extrae de la torre de teclados, salta desde su tarima al escenario y lo destroza con saña como diciendo: ¡yo sí me atrevo, qué pasa!... seguro que el personal se pone cardiaco...”
Fumata blanca. Ya teníamos plan para el próximo combate del siglo. Una vez
más la suerte estaba echada. Hubo eso sí, una decisión un tanto golfa para la que
hubo que recurrir al sufragio universal: no le diríamos nada a Julen... si volvía a
preguntar por su olvidado instrumento, le daríamos largas y si la cosa se complicaba
demasiado le compraríamos un Casio nuevo (los Farfisa ya no se fabricaban).
Y llegó el día “D”, esta vez, al ser nuestro pueblo vecino, no llegamos muy tarde.
Esto facilitó una razonable cordialidad con los Hertzainak que fueron, con diferencia, los que más sufrieron nuestros retrasos. La prueba transcurrió excepcionalmente ágil. Era una deliciosa noche veraniega y el parque estaba rebosante de jóvenes ávidos de rock & roll. Abrieron fuego los de Boikot, banda portugaluja que arrastró un buen contingente de supporters. A continuación salimos nosotros,que desde años atrás estábamos resignados a ceder el lugar de honor a
Hertzainak –ya le habíamos cogido hasta gusto–. Hicimos una buena actuación.
Sonábamos bien, teníamos suficiente energía –no habíamos gastado un
montón en balde tras un viaje agotador– y jugábamos en casa, lo cual, por razones
evidentes, siempre se nota. Cuando concluyó el “Dena Ongi Dabil”, nuestro número-
apoteosis, la peña quería más. Los gritos de “beste bat” (“otra más”) eran claros,
entusiastas, abrumadores, las bases estaban sentadas para realizar el número en
condiciones idóneas.
Salimos rápidamente a interpretar nuestra versión punkarra del “Beti Penetan”
y enlazamos sin respiro con “Bildur Naiz”, que procurábamos interpretar de la
forma más agobiante posible. En el momento previamente ensayado Tontxu fue
adquiriendo protagonismo y se colocó en mitad del escenario mientras Txus, Javi
y yo desaparecíamos por la tangente. Quedaban así Ernesto y sus timbales y Joseba
haciendo un colchón de teclas que añadía tensión, ambos subidos en sus tarimas
y en penumbra. Tontxu se apropió del espíritu del mejor Angus Young y se hinchó
a caracolear con su guitarra como si fuera víctima de un ataque epiléptico.
Agazapados tras la batería, Javi, Txus y yo nos moríamos de excitación por ver
el resultado de nuestra nueva ocurrencia. Tontxu bordó su parte. Hizo unos amagos
bastante creíbles de romper su preciada Gibson y cuando las primeras filas ya
se empezaban a apartar por si las moscas, obsequió al respetable con un corte de
mangas que, en efecto, sacó de quicio al personal. Abucheos, dedos “corazón”,
insultos... llegaba el momento de Joseba, el motor de la idea, pero se encontraba
tan absorto en sus máquinas que se había despistado. Todo el resto de la banda,
incluido Ernesto nos pusimos a gritarle como energúmenos y él, de pronto bajó de
la luna. El Farfisa estaba integrado con el resto de los teclados para dar mayor realismo.
Se trataba de que los espectadores pensaran realmente que rompía un órgano
de verdad y no un juguete. Tan bien estaba camuflado que hubo de dar varios
tirones hasta que lo arrancó de su base. Cuando observó nuestros rostros desencajados
él también se puso nervioso y se abalanzó como un búfalo sobre el escenario
con el instrumento alzado. Con tanta furia y tanto acelerón lo hizo que en el
momento del salto se produjo un hecho inesperado: una de sus largas zancas se
trabó con un cable y toda una torreta de variados y caros teclados cayó en barrena
desde la tarima y se desmoronó aparatosamente sobre el escenario. El propio
Joseba llegó a trompicones hasta el punto central y se lió a batacazos con el Farfisa
con rabia añadida.
Imposible olvidar las caras de asombro: la irrupción escénica había sido tan
cómica que restaba cualquier trascendencia a la escena, pero por alguna razón ese
teclista largo y gafoso se había cabreado de verdad... cuando consideró que se
había desahogado lo suficiente –y el pobre Farfisa estaba ya hecho mierda– aban-
donó el lugar, eso sí, no sin antes dar una patadita a los despanzurrados teclados
“de verdad” para tratar de colar –sin ninguna convicción– que todo estaba en el
guión. Hay que reconocer que fue una putada lo que tuvimos que gastar en reparaciones,
que Joseba se llevó un disgusto de muerte, que el número no quedó todo
lo lucido que esperábamos... pero qué queréis que os diga, hoy es el día en el que
acordarme de aquello, aún consigue ponerme de buen humor.
miércoles, 6 de agosto de 2008
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